Hace cinco años, la pandemia de SARS-Cov-2 azotó al planeta entero. Durante varios meses, la humanidad enfrentó a un coronavirus desconocido para el que no había tratamientos conocidos ni vacunas. Las ciencias dieron palos de ciego contra la adversidad, pero triunfaron.
Todo comenzó el viernes 31 de enero de 2020. Los medios de información de España nos anunciaron ese día a la primera persona contagiada por la pandemia originada unos meses antes en Wuhan, en la República Popular China. A partir de ese momento, era cuestión de días o semanas para que el coronavirus se expandiera por el resto de la Península Ibérica. Para esos momentos, muchos quizá no alcanzábamos a dimensionar la tragedia a la que nos enfrentábamos.
En las siguientes semanas, empecé a ver signos de lo que estaba por llegar. Varios bares y negocios de ciudadanos chinos comenzaron a estar cerrados, con las persianas bajadas y un extraño rótulo común pegado. En resumen, todas esas cartulinas blancas decían que se habían marchado de vacaciones a su patria y que retornarían en unos quince días. Comencé a ver eso alrededor de la pequeña escuela de mi hija, en un barrio obrero situado a una media hora de distancia en metro de nuestra casa, en el centro de la capital catalana.
El martes 15 de febrero, los medios catalanes de información difundieron que el SARS-Cov-2 ya estaba presente en el territorio autónomo de Cataluña. En pocas horas, los supermercados y farmacias de Barcelona habían agotado sus existencias de mascarillas quirúrgicas, gel hidroalcohólico, guantes y demás elementos sugeridos para evitar el contagio. Los estantes lucían vacíos y una extraña sensación colectiva se percibía en las calles.
Esa tarde, fui a buscar a mi hija de diez años a su escuela, en su horario habitual. Le dije a mi esposa que compraría otros botes de alcohol gel y guantes en alguno de los supermercados o farmacias de los alrededores. Dimos varias vueltas por aquel barrio y sólo en una farmacia accedieron a vendernos un bote grande de gel a un precio mucho más alto del habitual, pero que no me vendería ninguno más. Para entonces, el pánico era más que evidente en las calles, plazas y transportes.
Una calle totalmente vacía en Barcelona en los días de la pandemia de covid-19.
El jueves 12 de marzo nos confinaron dentro de nuestros hogares, en cumplimiento del estado de alarma emitido por el gobierno español. Mi hijo de dos años llevaba una semana que le habían quitado el yeso de una operación en su pie derecho, que le practicaron dos meses antes y que le había impedido ir a su guardería municipal. Aún le costaba caminar, con su pierna plegada hacia atrás. Por las mismas fechas, mi esposa había terminado un contrato laboral y entraba a la inmensa red de desempleados. A partir de ese momento, la casa pasaba a depender de nuestros ahorros y algunos ingresos ocasionales. En nuestro hogar, a partir de ese momento no había lugar para las dudas ni las desesperanzas.
El viernes 13 quise ir al supermercado a hacer una compra mayor para varias semanas, pero desistí por la cantidad de personas que entraban y salían del recinto, bastante cerrado. Por eso, fui hasta el sábado 14, al mediodía. El tropel humano era impresionante. La mayor parte de la gente no usaba ni guantes ni mascarilla. Más de alguna tosía. Yo ya llevaba tres días de sentir que mi cuerpo alojaba un resfrío y me dolía, pero no tenía fiebre ni otros síntomas. La cola para pagar era inmensa y se lo dije a mi esposa en un WhatsApp. Regresé a casa hacia las 4 de la tarde.
Al día siguiente, un extraño cansancio se apoderó de mi cuerpo. Nunca había sentido algo así antes.
El lunes 16 de marzo, me desperté con una fuerte opresión en el pecho. Me levanté de la cama y caminé los tres metros que separan a nuestro dormitorio del cuarto de baño. Me senté en la taza del inodoro. Mi cuerpo se tardó una media hora en encontrar una bocanada de aire. Vi cómo mis pulmones se movían adentro de tórax grueso. Parecía tener un ataque crónico de asma, como los que le daban a mi hermano cuando era niño. El dolor de cabeza era punzante y ya tenía algunas décimas de fiebre. La preocupación vino anexa a la diarrea. Parecía que hasta el agua que bebía me producía evacuaciones intensas y de muy mal olor, como si una pescadería completa se me hubiera podrido en las entrañas.
Le escribí un mensaje de WhatsApp a mi esposa y le dije que no saldría más, que me aislaría en el dormitorio. Estuvo de acuerdo. A partir de ese momento, pasaría varios días y noches ella sola con los niños. Adentro de nuestra recámara, yo libraría una lucha por mi vida y las de ellos, sin ningún tratamiento conocido y sin vacunas. En mi cabeza rondaban las escenas dantescas de decenas de camiones militares con cientos de ataúdes de ancianos fallecidos en Italia.
Tirado sobre nuestra cama matrimonial, sólo quería dormir. Como me había dado de alta en una app de los servicios catalanes de salud, me reporté y me comenzaron a dar seguimiento. Mientras, mis hijos jugaban en la sala o veían sus programas en la televisión. Yo no tenía ánimos para nada, ni siquiera para comer. Sólo quería cerrar los ojos y que todo ese malestar se fuera así de rápido como había llegado. Mi esposa me decía que no dejara que la fiebre avanzara, que me duchara y que me levantara. Cada movimiento implicaba buscar aire para respirar y mis pulmones no lo encontraban.
Una trabajadora social que le daba seguimiento a mi hijo me llamó por videoconferencia. Me vio tan mal en la pantalla de su teléfono que me dijo que mejor lo dejáramos para otro día. No recuerdo si alguna vez cumplimos con esa tarea.
Productos vitales para la salud, la higiene y la alimentación escasearon aquellos días.
En la mañana del martes 17 sentí que las fuerzas me abandonaban. Mis pulmones parecían perder la batalla. Marqué entonces al teléfono de la app. La chica que me atendió me dijo, a gritos, que pidiera una ambulancia para que me llevaran de emergencia al hospital de referencia para nuestro barrio. En los siguientes minutos, viví un ataque de pánico. Me aterroricé como nunca. Yo, sobreviviente de una guerra, terremotos, huracanes, pobreza y más, esa mañana le vi demasiado cerca el rostro a la muerte, mientras me faltaba el aire (llegué a oxigenar hasta 84), la diarrea no me daba tregua y la fiebre tendía a incrementarse.
En los siguientes minutos tomé una decisión. No fue nada fácil. Y quizá hasta fui irresponsable. Lo reconozco. Pero en aquellos minutos pensé en que, si me iba al hospital, me iban a meter directamente a la UCI, me entubarían y quizá me moriría, sin volver a ver a mi familia ni que ellos tuvieran la oportunidad de despedirse de mi cadáver. En esos días, morir en una sala hospitalaria europea implicaba que los tuyos jamás te volvieran a ver, porque te metían en un ataúd sellado y te llevaban a una fosa en el cementerio o al crematorio municipal. Y me dio terror pensar en esas escenas que veíamos días antes por la televisión. Y decidí no llamar a la ambulancia, continuar aislado en nuestro dormitorio y que mi cuerpo diabético presentara la que podría ser su batalla final.
De común acuerdo con los médicos que me monitoreaban por la app, tomé pastillas para el dolor de cabeza y la diarrea y mantuve mis dosis diarias de metformina e insulina, que entonces todavía me aplicaba dos veces.
Gracias al servicio de entregas a domicilio de varios supermercados y tiendas, mi esposa preparó alimentos sanos y nutritivos. Eso y dormir casi 16 horas al día comenzó a hacer un impacto beneficioso en mi cuerpo.
La economía se vio duramente golpeada por el cierre de negocios durante el confinamiento.
Por órdenes del gobierno de Cataluña, la beca de comedor escolar de mi hija fue transformada en dinero, depositado en una tarjeta de débito. Mi esposa fue a reclamarla a la escuela, en un transporte público vacío y con gentes algunas sin mascarillas y otras ataviadas con botes de agua cortados para que les sirvieran como máscaras. Regresó a casa con un profundo impacto de lo que vio, como si a nuestro alrededor se había desatado alguna de las variantes de un mundo distópico tantas veces advertido por las películas y las series de streaming.
En uno de esos días de recuperación, descansaba en nuestra cama cuando mi esposa me escribió para decirme que la pequeña televisión de casa se había fundido. Era un aparato de segunda mano, comprado hacía unos años atrás mientras vivíamos en otro apartamento y sólo existía nuestra hija como única descendiente. Cinco años después, me da risa pensar en que yo pensaba en cómo comprar una televisión para mis hijitos encerrados, mientras yo sufría los embates de una pandemia, algo no visto en la humanidad desde el azote de la mal llamada gripe española o influenza, que causó unos 100 millones de decesos entre 1917 y 1919.
Mientras pensaba en cómo resolver esa necesidad, cayó un mensaje en mi cuenta de correo electrónico. Una persona me decía que había reactivado un proyecto que yo le había presentado unos años antes y que me había depositado dinero en mi cuenta bancaria. En efecto, al abrir la app allí estaba la cantidad. Me dediqué unos minutos a buscar una televisión en la web de El Corte Inglés y encontré una, de buena marca, con inteligencia artificial y muchos adelantos para ese año. Lo mejor era que estaba a mitad de precio y que la entregaban al día siguiente en casa. La compré de inmediato. Me sentí muy agradecido por ese gesto que la vida me otorgaba para mis hijitos. Se lo comenté a mi esposa por un mensaje y me tumbé a descansar. Mi existencia no daba para más en esos momentos en que las fuerzas no me daban para leer, escribir ni ver programas de ningún tipo en mi viejo teléfono chino.
En los días siguientes, descansé mucho y comencé a dar paseos cortos por la habitación. Hacia fines de marzo, pude salir de la habitación y di paseos por el apartamento, con mascarilla permanente en mi rostro para reducir las posibilidades de contagio. Si a mis hijos los pude contagiar, sólo hubo testimonio en un pañal del pequeñito, con una deposición de color extraño. Fuera de eso, nadie más presentó ningún síntoma entonces. Y así siguen, hasta ahora. Mi esposa sostiene que ella tuvo coronavirus en noviembre de 2019, cuando hubo unos días en que una gripe le cortó varias veces la respiración, pero no pasó a más y aquel malestar se le fue de la misma forma en que se alojó en su cuerpo. Tiempo después, un estudio clínico de las aguas residuales de la ciudad de mostró que el SARS-Cov-2 ya estaba presente en ese tiempo en la ciudad.
Paso a paso, comencé mi recuperación durante las siguientes semanas. Buscaba maneras de respirar mejor, hacía tareas del hogar y descansaba. Fue una verdadera lucha para no dejarme vencer, para no ser otra estadística más en un mundo dominado por el terror y la desesperanza. Mi familia me necesitaba tanto entonces como ahora y no estaba dispuesto a perderme la oportunidad de ver crecer a mi hija e hijo y ser felices, a mi esposa doctorarse y soñar con la realización de muchos proyectos más.
Durante tres meses, la radio, la televisión y las redes sociales se convirtieron en nuestras fuentes de información y entretenimiento. Leímos, escuchamos música, reímos, peleamos, escuchamos, cantamos, bailamos... Hicimos de todo para tratar de no enloquecer ante los embates del encierro y de la apremiante realidad mundial. Cuando nos lo autorizaron, mi condición diabética me permitió salir de casa a tirar la basura o a caminar por las calles y avenidas de Barcelona y no ser detenido por las autoridades policiales y militares, que entonces imponían multas altas a quienes se saltaban el confinamiento sin razón alguna. Algunas veces, después del 2 de mayo, mis hijos me acompañaron en esos paseos cortos por esa ciudad solitaria, sin las acostumbradas hordas de turistas por La Rambla o la Sagrada Familia. Todo eso formaba parte de las órdenes vertidas desde el gobierno central a partir del 28 de abril, cuando iniciaron las cuatro fases para proceder a desconfinar a la población. Para entonces, decenas de miles de personas habían fallecido víctimas de la pandemia en las residencias de mayores, casas y hospitales del territorio español, las islas Canarias y Baleares y las ciudades autonómicas de Ceuta y Meilla.
El distanciamiento social funcionaba hasta la hora del entretenimiento.
A medida que el SARS-Cov-2 se iba de mi cuerpo, sus secuelas afloraron. Una de las más evidentes fue la caída acelerada del cabello y el sangramiento de encías. El debilitamiento y el cansancio me duraron meses, casi tanto como los malos períodos de sueño. Además, solía despertarme sudoroso, pensando que me visitaba un ser exterminador y me entraban nuevos episodios de pánico.
Desde que resido fuera de El Salvador, esa fue la segunda vez que la vida me ofreció una extensión de mis días sobre este mundo. La primera fue cuando nos salvó a mi hija y a mí de morir en el atentado yihadista de Barcelona, por tan sólo cinco minutos que nos atrasamos en salir de casa y no estuvimos en La Rambla cuando todo ocurrió.
El gobierno español nos sacó del confinamiento el 21 de junio, tras tres meses y ocho días de encierro. La pandemia aún no había cesado, pero las opciones de contagio eran cada vez más conocidas, las ciencias habían logrado avanzar a marchas forzadas para conocer más acerca del agente causante de la mortandad y ya había tratamientos más definidos, junto con decenas de curanderos y charlatanes que sugerían tomar lejía hasta aplicarse químicos y rayos ultravioletas para evitar ser presas de la Covid-19.
Tras un duro verano de incertidumbres en torno nuestro, llegó septiembre y el regreso a clases. La niña había estado en clases normales y de inglés mediante Zoom, pero el niño regresaría a su segundo año de guardería tras su operación del pie. Ella necesitaría mascarillas, pero él no, por ser menor de cinco años. Ella estaría organizada en grupos burbuja dentro de su salón de clases. En caso de algún contagio, no encerraban a todo el grupo, sino que sólo hacían análisis clínicos programados en cada grupo burbuja. Además, en la entrada de la pequeña escuela trazaron círculos de colores a una distancia prudencial para evitar que niños y padres o madres de familia se arremolinaran e incrementaran las posibilidades de contagio. Mascarillas y gel fueron los símbolos de esos meses finales de 2020 y de todo el primer semestre de 2021.
Tras recibir un mensaje del centro de salud de nuestro barrio barcelonés, el 11 de junio de 2021 acudí a un salón dentro de un museo de la ciudad. Por mi condición diabética, fui llamado a colocarme una de las primeras dosis de la nueva vacuna de RNA contra el coronavirus y sus efectos. Fue un momento histórico y biográfico, por lo que le pedí a una de las enfermeras que me tomara una foto con mi teléfono. Tras sobrevivir a la primera ola de la pandemia desprovisto de todo, aquella vacuna -la primera de las seis dosis que porto desde entonces- marcaba mi vínculo personal más estrecho con ese paso gigantesco para la humanidad sufriente. El intercambio científico mundial lograba un hito sin precedentes en un tiempo récord y abría las puertas para lograr más vacunas de ARN contra otras enfermedades de larga data.
Las tradiciones navideñas y del fin de año llegaron junto con otra ola de la pandemia. Como ocurrió en el verano, las actividades públicas fueron hechas con grupos limitados y con zonas marcadas para la distancia entre un cuerpo y otro. El Cagatió (el Santa Claus catalán, un tronco al que hay que pegarle con un palo para que cague los regalos) fue dejado por el Oncle Buscall en la puerta de nuestro apartamento. Bajo su barretina de colores rojo y negro, traía su mascarilla blanca sobre el rostro. Muchas figuras simbólicas de espacios públicos de la ciudad ostentaban sus respectivas mascarillas.
Escribo esto al cumplir el quinto aniversario de mi contagio por Covid-19 no para mostrarme como un héroe ni nada por el estilo, sino como una forma de agradecer la vida que se me ha dado y lamentar que tantas personas amigas y parientes hayan sucumbido bajo esta ola trágica que se nos abatió durante meses. Agradezco desde la profundidad de mi ser también todo el apoyo que recibí de mi esposa Patricia y de nuestros hijos Filippa y Bertrand. Sin ellos, esta batalla personal no habría sido posible. Por ellos y para ellos, todo mi amor, mis energías, mis trabajos y mis días. Para mis personas amigas y colaboradoras, gracias por su apoyo y comprensión en ese tiempo. A quienes no entendieron mi situación, me juzgaron y me condenaron, también les extiendo mis agradecimientos y les reitero mi plena creencia en las duras verdades del karma y del destino. Ustedes sabrán si ese saco les queda o no.
Al finalizar este texto autobiográfico, quiero abrazar los recuerdos de mi primo Iván Aguilera y de mi nunca bien llorado amigo, poeta y editor Luis Borja. Con Luis, ya tendremos ocasión de charlar acerca de nuestras mutuas experiencias con la pandemia. Mientras eso llega en un tiempo futuro, siempre pensaré en sus hijos, en su madre y en sus sueños. Todos debiéramos de tener el derecho de poder cumplirlos antes de marcharnos del reino de este mundo. Por mi familia y por gente valiosa como Luis, yo trataré de que la vida me dé más de sí tras mi infarto del pasado miércoles 18 de septiembre de 2024, cuando estuve muerto durante ocho minutos en una sala de hospital. Las vacunas contra el coronavirus no tuvieron nada que ver con ese accidente cardíaco, sino que a una arteria anterior de mi corazón se le ocurrió jugarme un momento siniestro.
Mientras pueda hacerlo, prometo continuar con mis locuras para investigar y difundir la cultura salvadoreña. Estoy seguro de que alguien me leerá o escuchará hoy o quizá mañana.