Mientras crecía, muchas veces escuché la historia de cómo mi bisabuela, en sus últimos años, aconsejaba a mis tías y tíos: «ahí vean ustedes si son babosos y venden este pedazo de tierra, aunque sea mangos y guineos van a tener para comer, pero el pisto no se lo van a poder tragar». Probablemente las palabras y expresiones que utilizó fueron otras, pero el mensaje estaba claro. Cuando veo a los funcionarios declarar incansablemente la importancia de invertir más, de construir más, de producir más, para que la economía crezca más, pero sin considerar en algún momento las implicaciones que eso tiene en el medio ambiente, desearía que todas esas personas hubieran tenido una bisabuela que les enseñara la diferencia entre crecimiento y desarrollo.

A la fecha, la mayoría de los gobernantes han caído en la trampa de creer que el objetivo último de las políticas públicas es el crecimiento económico. Es así como la dimensión ambiental del desarrollo históricamente ha estado supeditada a la esfera económica. Además de ello, la dimensión económica se ha considerado ajena y neutral sobre la ambiental, lo que ha impedido el reconocimiento del impacto de la actividad económica sobre los recursos naturales y el medio ambiente y, peor aún, ha limitado la búsqueda de mecanismos que permitan reducir los impactos negativos sobre éstos. Sin embargo, existe cada vez más evidencia que los problemas globales ambientales como el cambio climático podría afectar los elementos básicos de la vida de las personas como el acceso al agua, la producción de alimentos y la salud, entre otros; e incluso limitar el propio crecimiento y desarrollo económico.

En El Salvador, esta historia se ha repetido una y otra vez. Muestra de ello es que la actual situación medioambiental del país es compleja y alarmante. Por ejemplo, de acuerdo con datos del último Informe Nacional del Estado del Medio Ambiente (Inema 2017), elaborado por el Ministerio de Ambiente y Recursos Naturales, somos altamente vulnerables frente al cambio climático: en el último medio siglo la temperatura promedio anual se incrementó en más de 1.3ºC, el nivel del mar aumentó casi 8 centímetros y se ha incrementado el número de eventos hidrometeorológicos extremos. Por si eso fuera poco el país se caracteriza por altos niveles de estrés e inseguridad hídrica, lo que supone una amenaza directa al derecho al agua; el 37.4 % de los vertebrados son especies amenazadas o en peligro de extinción; cada año se pierden 59 millones de toneladas métricas de suelo fértil; la calidad del aire se deteriora cada vez más y los sistemas de gestión de residuos se concentran en las áreas urbanas.

Probablemente esta situación solo empeorará si desde el ámbito público sigue sin reconocerse la importancia de lo ambiental para nuestro proceso de desarrollo. Por ello es fundamental que las nuevas autoridades trasciendan del insuficiente impulso de estrategias de crecimiento hacia estrategias de desarrollo. Ojalá que la apuesta de las nuevas autoridades ambientales por agilizar y desentrampar el otorgamiento de licencias ambientales no tenga como único propósito estimular el crecimiento del sector construcción, sino más bien fortalecer la capacidad institucional para hacer cumplir la ya muy vilipendiada legislación ambiental. Ojalá que la pertinencia de los megaproyectos de inversión pública (aeropuertos, trenes, carreteras) sea evaluada tomando en cuenta también los inevitables impactos negativos que tendrán sobre el entorno natural y no solo con base a la maximización de beneficios económicos. Ojalá que las órdenes del actual presidente no vuelvan a priorizar el transporte privado individual, sino que en lugar de ello priorice y concentre esfuerzos en la recuperación del sistema de transporte colectivo público como forma de garantizar una movilidad sostenible. Ojalá que alguien también le haya transmitido al presidente la sabiduría para saber diferenciar entre crecimiento y desarrollo. Si es así, debemos esperar que la visión de desarrollo del nuevo gobierno sea diferente a sus antecesores y que no se base en utilizar al medio ambiente y los recursos naturales como la moneda de cambio para lograr mayor crecimiento económico. El poder público, inteligentemente utilizado puede potenciar una ruta de desarrollo que eleve el bienestar social, logre un mayor crecimiento económico, utilizando de forma racional y sostenible los recursos naturales. El otro camino, el de la explotación irresponsable de los recursos naturales, como diría mi bisabuela, es pan de hoy –para algunos– y hambre de hoy y de mañana para todos y todas.