Katya Miranda fue violada y asesinada la madrugada del 4 de abril de 1999. La niña de apenas nueve años había disfrutado de un alegre día de playa, en un paseo familiar de vacaciones por la Semana Santa. Su madre la dejó al cuidado del padre y de los abuelos, mientras ella asistía a la vigilia tradicional del Sábado de Gloria, correspondiente al calendario católico de aquel año. Lo que ocurrió esa madrugada sigue siendo un misterio. Cuatro años después del hecho, me confiaron la responsabilidad de continuar indagando sobre lo ocurrido, sobre los responsables y las fallas en un sistema judicial en el que se hizo todo, menos buscar justicia para Katya, su madre Hilda María y su hermana Gina Marcela, entonces de seis años y que dormía junto a su hermana en una tienda de campaña antes de que se cometieran los actos de barbarie.

Para cuando me fue asignado ese expediente, en enero del 2003, yo no conocía ni los detalles de la investigación, ni a los implicados y ni siquiera a Hilda María Jiménez. Sabía lo que se había publicado en los periódicos de la época y, luego de una lectura acelerada de cientos de papeles que formaban parte de informes, dictámenes y resoluciones, comencé a tener varias certezas: que existía un “pacto de silencio” entre los miembros de la familia Miranda que estuvieron esa noche en el rancho de playa en “Los Blancos”; que la alteración de la escena del delito fue responsabilidad de los primeros policías que llegaron al lugar, luego de una fiscal que se tardó horas en presentarse y también de los familiares que retiraron pruebas imprescindibles para investigar lo ocurrido; que la misma escena del delito podía considerarse problemática en su conservación, por tratarse de una playa sujeta al vaivén de las mareas y que el Organismo de Inteligencia del Estado, el OIE, había tenido injerencia en las diligencias iniciales de investigación, probablemente por la pertenencia del padre de la víctima, el entonces capitán del ejército Edwin Miranda, al Batallón Presidencial, responsable de la seguridad del entonces presidente Armando Calderón Sol.

Con estas nociones intentamos desde el Instituto de Derechos Humanos de Universidad Centroamericana (Idhuca), un grupo de abogados y yo, revivir un caso que ya había sido juzgado, pero en el que había más dudas que certezas: la Procuradora para la Defensa de los Derechos Humanos, Beatrice de Carillo, había señalado en un informe especial un sinnúmero de irregularidades y violaciones cometidas, los querellantes habían constatado la parcialidad de la jueza que tuvo a su cargo la instrucción del mismo y que además era familiar cercana de un exministro de la Defensa, y el abuelo paterno, el abogado Carlos Miranda, se había encargado de sembrar una serie de hipótesis falsas, en sus comparecencias ante los medios, sobre supuestas venganzas personales que habrían conducido al asesinato y violación de su nieta y al alejamiento de responsabilidades de su parte, así como de su hijo y sobrinos.

Recuérdese que aquella noche dormían a pocos metros de Katya y de su hermana, un oficial de la Fuerza Aérea, un oficial de policía que continúa activo y supuestamente, a su lado, su padre que era uno de los responsables de la seguridad presidencial.

Así las cosas, se presentaron desde abril del 2003 al menos dos nuevas acusaciones contra los familiares de Katya, se buscó a éstos para tratar de reconstruir lo ocurrido y llegar al menos a la verdad material, ya que no había posibilidades de justicia. Mientras los años pasaban, se tuvo acceso a decenas de testigos -muchos resultaron ser falsos- que querían compartir sus versiones de lo ocurrido, incluso se presentaron algunos auto incriminándose como supuestos autores de la violación.

Pero también se conversó con personas confiables, como algunos médicos forenses nacionales y extranjeros que nos ilustraron sobre las contradicciones de al menos tres autopsias practicadas, nos aseguraron que la niña había muerto de asfixia por aspiración, no por inmersión en agua como se había asegurado al principio; también se revisó el expediente judicial con expertos penalistas nacionales y europeos; buscamos testigos originarios del lugar donde ocurrieron los hechos; contactamos a exempleados de la familia Miranda, a exfiscales que tuvieron conocimiento de algunas diligencias practicadas y a miembros de la corporación policial que estuvieron en las cercanías la madrugada de aquel día.

Todo este cúmulo de información era compartida públicamente en cada aniversario del asesinato de Katy y sirvió para presentar su caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en agosto del 2007, donde supongo que sigue su camino.



A inicios del 2008 se tuvo contacto con una fuente que vía telefónica se identificó como “Emilio Zapata”, supuestamente se trataba de un reo del centro penal de Zacatecoluca que deseaba aportar información sobre el crimen, situación que fue informada a la Fiscalía General, con la que se comenzó un trabajo más coordinado a un año de que el caso prescribiera, a partir de información aportada por esta nueva fuente, pese a que el mismo no gozaba de credibilidad absoluta y que sembró una hipótesis en la que se combinaba el auto secuestro, el narcotráfico y de nuevo las venganzas personales.

Con un grupo de fiscales más comprometidos, se repitieron algunas de las diligencias intentadas años antes. La falta de resguardo y posterior alteración de la escena del delito se convirtió en un obstáculo insalvable para poder fijar los hechos y determinar responsabilidades individuales sobre lo ocurrido, además, la investigación final quedó supeditada al fiscal general de entonces, que buscaba su reelección inmediata, apoyándose en su frenética actividad sobre el caso, llegando incluso a pedir perdón públicamente por las fallas de sus antecesores en el cargo.

Nada de lo que se hizo desde el Idhuca estuvo fuera del conocimiento de la madre de Katya Miranda, quien valientemente se dedicó durante diez años, dentro y fuera del país, a exigir justicia en cualquier foro o medio de comunicación que quisiera escucharla, mientras educaba a su hija sobreviviente, Gina Marcela, víctima entonces del abandono de su padre y del rechazo de su familia paterna.

A la vez, Hilda María animó a aquel grupo de abogados y fiscales que trabajábamos en estos últimos años, a no decaer en nuestros esfuerzos en la búsqueda e identificación de los responsables del asesinato de su hija, a mantenernos fieles al compromiso de buscar justicia para Katy, mientras difundíamos entre las nuevas generaciones de estudiantes y abogados, la convicción de que no habría castigo para los culpables sin presión ciudadana. Hilda María no solo era una madre comprometida, también se convirtió en una defensora de derechos humanos respetada.

Así fue como el caso de Katya se hizo emblemático. La impunidad de sus agresores, porque fueron varios, es la prueba de que la inversión de recursos en las instituciones y una exigente selección del personal encargado de la seguridad y la justicia no son factores de éxito suficientes, a menos que estas personas asuman también un compromiso personal con las víctimas de los casos a su cargo. La sensibilización y empatía de los funcionarios públicos no es menos importante que su especialización.

Veinte años después, Katya sería una mujer de 29 años, en plena vida profesional, política o familiar. Nunca lo sabremos. Mientras tanto, la fiscal que no llegó a tiempo a la escena del delito es una flamante jueza de la república, el tío paterno de Katy sigue siendo un alto jefe policial, condecorado incluso por países amigos, su padre vive en el anonimato acompañado de su joven hijo, mientras la madre y la hermana de Katya siguen viviendo en el exilio, lejos de un país que fue incapaz de garantizar su seguridad e impartir justicia para su hija y hermana.

Llegamos a los veinte años de este caso, conmemorando desde su colegio la vida y la esperanza que dejó a quienes la conocieron y a quienes la sentimos cerca, mientras la semana pasada hemos sabido de la existencia de otros casos similares, de “otras Katyas” con poca o ninguna presencia en medios, pero que representan el viacrucis de una infancia presa de la violencia e impunidad, que es lo único que este país les garantiza.