El 5 de noviembre debiera declararse día de la vergüenza nacional para El Salvador, luego que la Cámara Primero de lo Penal resolviera que los tocamientos atribuidos al magistrado Eduardo Jaime Escalante (contra una menor de 10 años) no tienen la gravedad y trascendencia necesaria para ser constitutivo del delito agresión sexual, sino que más bien representa una falta penal de actos contrarios a las buenas costumbres y al decoro público.

Esa fecha también debe ser declarada de luto nacional, porque nos recuerda que en materia de la garantía de los derechos humanos (especialmente de los grupos más vulnerables) la justicia es selectiva según clase social, género, etnia y otros factores de estratificación social que se reproducen en la aplicación del Derecho. Para muestra, según la Cámara Primero de lo penal, el tocamiento que el magistrado Escalante hizo a la menor es una falta y no un delito, debido a que: ocurrió en un espacio público y encima de la ropa, no se comprobó la afectación a la víctima y no se hizo uso de violencia. Por lo tanto, de acuerdo con la resolución, el caso no reúne las condiciones para ser tipificado como delito de agresión sexual tal y como se define en la Ley.

Con semejante interpretación lo que queda reflejado es que en El Salvador la aplicación del Derecho no solo es limitada, sino que fundamentalmente misógina. Porque este tipo de resoluciones no se tratan de hechos aislados sino que más bien de una norma. Por ejemplo, en 2017 tras un análisis de 284 versiones públicas de sentencias definitivas en casos de violación a menor o incapaz, el periódico digital El Faro reveló que un 42 % (119) de las sentencias resultaron absolutorias, con lo que los acusados se salvaron de una condena de hasta 20 años de prisión. Según dicho estudio, «en el ámbito del sistema de justicia salvadoreño la violencia sexual hacia niñas menores de 15 años parece estar tan normalizada que hasta hay quienes hablan de “delitos sabrosos” o “delitos de amor” para referirse a ella».

Así, de acuerdo con el citado análisis, en algunos casos de las resoluciones absolutorias, aunque exista un delito probado y se confirme la participación del agresor por medio de una prueba de ácido desoxirribonucleico (ADN), el imputado puede resultar absuelto. Para ello, «los jueces echan mano de argumentos como que el imputado desconocía la ley, o que condenarlo causaría un mayor perjuicio que un beneficio, o que el móvil del violador era formar un hogar con la menor de edad, o que la niña “aparentaba ser toda una señorita”».

Este actuar por parte de quienes debieran impartir justicia resulta preocupante e indignante. Sobre todo cuando, según el Instituto de Medicina Legal de El Salvador, en 2017 alrededor de 1,442 niñas y adolescentes entre los 10 y 19 años de edad fueron víctimas de violencia sexual y 62.6 % de los casos ocurrió en sus propias viviendas. A pesar de ello, según cifras del Grupo de Diarios América (GDA), en el período 2013-2018 tan solo 452 personas fueron condenadas por violación, es decir, apenas 9% de los 4,976 casos de abusos de niñas y adolescentes que se reportaron en dicho quinquenio.

Con este panorama, queda más que evidenciado que en El Salvador el Derecho tiene género que se escribe y ejecuta en clave masculino. Para transformarlo no solo necesitamos de nuevas leyes que protejan los derechos de todas las personas en igualdad de condiciones, sino que fundamentalmente de un funcionariado feminista y comprometido con el cambio estructural que necesita nuestra sociedad. También requerimos una sociedad que repudie este tipo de resoluciones y exija cambios para que quede claro que tocar niñas y niños es delito; solo así podremos avanzar en la senda de una justicia real que contribuya al desarrollo y la democracia.