Me causa curiosidad el hecho de que El Salvador sea reconocido como el “país de la eterna sonrisa”. Yo me pregunto, ¿quién es capaz de sonreír? Cuando tenemos un país con más de dos millones de personas en condición de pobreza y, donde alrededor de 720 mil niños, niñas y adolescentes se encuentran en dicha situación.

¿Quién sonríe en este país?, donde, según datos del Hospital Nacional de la Mujer, en el primer trimestre de 2020 se registraron 144 embarazos de niñas (entre 10 a 14 años), y, 3,835 de adolescentes y jóvenes (entre 15 a 19 años). Insisto, ¿quién sonríe en El Salvador?, sabiendo que la mayoría de estos embarazos son producto de violaciones cometidas por conocidos o familiares de las víctimas y, en general, sabiendo que la probabilidad de sufrir algún tipo de violencia sexual se incrementa si eres niña, adolescente o mujer, incluso al interior del propio hogar.

En el contexto actual de crisis derivada de la covid-19, ¿quién es capaz de sonreír?, si la violencia contra las mujeres se incrementó en un 70% desde la implementación de la cuarentena domiciliar, según datos de la Organización de Mujeres Salvadoreñas por la Paz (Ormusa). Además, si entre el 17 de marzo y el 2 de junio de 2020, ocurrieron 26 muertes violentas de mujeres de las cuales 13 fueron calificadas como feminicidio.

¿Quién sonríe en este país? Cuando vemos funcionarios y funcionarias señalados por posibles actos de corrupción en plena pandemia, o bien, cuando los vemos en constantes pugnas de ego, de poder y de manejo de la crisis como si se tratara de una campaña proselitista. Mientras, en las calles, observamos a miles de personas alzando sus banderas blancas, como expresión del hambre y de la desolación que les azota día a día, y; en los hospitales, vemos a pacientes morir por falta de oxígeno, a personal sanitario desprotegido y, en general, observamos una carencia de insumos médicos y condiciones deplorables para la atención de la emergencia.

Pienso que la sonrisa no debiera ser patrimonio de una clase social, ni de un género determinado, ni de una etnia concreta. Pero, en El Salvador, todo parece indicar que ser pobre, ser niña o ser mujer aumenta la probabilidad de engrosar las filas de “los tristes más tristes del mundo”, tal como lo diría Roque Dalton en 1974; mientras que, tener capacidad adquisitiva, ser ministro o ministra, alcalde o alcaldesa, diputado, diputada o presidente de la república, aumenta la probabilidad de engrosar las filas de las “personas de la eterna sonrisa”. Sobre todo, porque, pareciera que la norma de quienes integran nuestra clase política, en su mayoría, consiste en burlarse sistémica y permanentemente de su propio pueblo. No reconocerlo es romantizar lo que hasta ahora ha sido la forma de hacer política en nuestro país, indistintamente de las ideologías.

Traigo a colación esta reflexión porque pareciera que nos hemos creído el cuento de que existen dos bandos: los que apoyan y los que no apoyan al presidente Bukele. En este marco, también pareciera que la participación ciudadana ideal sería una que se limite a “ver, oír, (aplaudir) y callar” en favor del gobierno de turno. Sin embargo, la evidencia nos ha demostrado que la lucha ciudadana por la garantía de los derechos y el uso adecuado de los recursos públicos no es una cuestión de bandos, sino que de democracia y de poder ciudadano. Más aún si se considera que los políticos van y vienen, pero los impactos de su buena, mediocre o mala gestión se quedan y definen nuestra calidad de vida y nuestras posibilidades de desarrollo.

Es tiempo de que construyamos y ejerzamos una ciudadanía pensante, crítica y propositiva, a fin de exigir a los funcionarios y funcionarias un comportamiento a la altura de las demandas sociales. Basta de romantizar a los políticos de turno y de ver Mesías donde no los hay; de lo contrario seguiremos siendo los “los tristes más tristes del mundo”, mientras que el “país de la eterna sonrisa” solo lo conocerá una minoría.