La columna vertebral de una sociedad es su política fiscal. La forma cómo se cobran los impuestos, cómo asigna el gasto público, cómo se gestiona la deuda pública y cómo se rinde cuentas determina qué tan justa, transparente y democrática es esa sociedad. En el caso de El Salvador, históricamente el manejo de la política fiscal no se realizó bajo una óptica de desarrollo o, en otras palabras, nunca se priorizó que todas las personas tuvieran empleos de calidad, comida en su mesa, agua potable en el chorro, educación de calidad para sus hijos e hijas, salud para toda la familia y una pensión digna para las personas adultas mayores. Básicamente lo que se estableció fue un sálvese quien pueda.

La visión miope y cortoplacista, durante décadas, provocó que la situación financiera del Estado fuera muy crítica. Cambiar esta realidad pasaría necesariamente por tener un conocimiento técnico sobre lo que se requería, pero también contar con la voluntad para transitar de una política fiscal para la sobrevivencia a una para el desarrollo y la democracia. Luego de más de dos años en el poder, la actual administración gubernamental no priorizó esta transformación, lejos de ello le ha apostado a consolidar un régimen no democrático que se sostiene en un deterioro mayor de las finanzas públicas.

Desde el 1 de mayo de 2021 hasta la fecha se han aprobado casi USD4,000 millones entre préstamos, fideicomisos y garantías soberanas (más de la mitad del presupuesto aprobado para 2021) y se han anunciado nuevos compromisos con recursos públicos, como el financiamiento del incremento del salario mínimo o el pago para jugar a la ruleta con el bitcóin. Todo como si las finanzas públicas estuvieran en su mejor momento y no en cuidados intensivos como en realidad están, donde los ingresos son bajos y la deuda es insostenible.

Por cierto, mientras no se haga una reforma fiscal progresiva, cualquier compromiso de gasto público que se haga, le pesará en mayor proporción a las personas más pobres, incluyendo aquellas medidas que pudieran parecer buenas. Por ejemplo, se puede dar el caso que una persona, en situación de pobreza, que no gana siquiera el salario mínimo, con los impuestos que paga al momento que compra azúcar, café, leche o cualquier otro producto, tenga que asumir el costo del incremento del salario mínimo que se financiará con recursos públicos. Y lo mismo con los paquetes de alimentos, las wallets chivo y un gran etcétera.

Pero todos estos compromisos los ha asumido sin tener el dinero para hacerlo, ya que el presupuesto aprobado para este año tenía una brecha de casi USD1,500 millones que era necesaria financiarla con deuda. Por lo que se está acercando el momento en el que el gobierno no tenga el dinero para cumplir con todos los compromisos.

De hecho, por eso es que estaba negociando un acuerdo con el FMI, el cual por insensatas decisiones como el golpe de Estado técnico o la Ley Bitcoin, a mi juicio, está en el congelador y con candado. Por lo que le queda la opción de salir a colocar bonos en el mercado internacional, pero el riesgo país se ha incrementado exorbitantemente por las mismas razones que no se puede concretar el acuerdo con el FMI, lo que provocaría que la tasa de interés que se encontraría sería altísima, incluso puede suceder que nadie le quiera comprar bonos por el enorme riesgo que tiene el país.

Adicionalmente, el uso de Letes y Cetes, que funcionan como especies de tarjetas de crédito, prácticamente está en su límite. Entre enero y junio de 2021 ha emitido casi USD1,500 millones, de los cuales la mayoría solo le ha servido para pagar los Letes y Cetes que se vencen este año. Desde el último trimestre desde año, de no hacer cambios en la dirección adecuada, la situación fiscal puede explotar.

Es decir, que el gobierno con sus propias decisiones se está autoasfixiando y quedando sin oxígeno fiscal y colocándose en un escenario por demás peligroso, que puede traer consecuencias sumamente graves para todo el país. ¿Cuáles opciones le quedan? Para ello es necesario una segunda parte.