Muchas razones ya se han dado para tratar de entender y explicar los resultados electorales del pasado domingo. Explicaciones muy parecidas a las que habrán circulado para cuando una pujanza de ultraderecha desbancara la llamada “aplanadora verde” del Partido Demócrata Cristiano en la década de los 80 y que en el 2009 un partido político con olor aún a pólvora guerrillera dejara atrás 20 años de gobierno del partido oficialista Alianza Republicana Nacionalista (ARENA).

Ningún partido político ha apostado a la educación cívica y formación política del pueblo, ello debido a una simple razón: un ciudadano formado, una ciudadana educada no es fácilmente manipulable. Se trata de procesos a largo plazo que trascienden de agendas y gestiones cortoplacistas electorales y son muy lejanas al adoctrinamiento con el que muchas veces algunas iniciativas confunden el educar para ejercer ciudadanía.

Por otra parte, pocos salvadoreñas y salvadoreñas considerarán que su formación política sea una de sus prioridades para vivir y sobrevivir el día a día. Con frecuencia, la educación no se entiende más allá que una escalera hacia una mejor condición económica. Dedicar tiempo para conocimiento y análisis de propuestas políticas, perfiles de candidatos y evaluación de opciones no es la característica del votante promedio en el país.

Nada diferente puede esperarse entonces cuando aparecen viejos actores con nuevos rostros prometiendo lo que sus antecesores no fueron capaces de garantizar y que alcanzaron y mantuvieron poder valiéndose de las mismas recetas populistas y demagógicas. Si es de esperar, sin embargo, que quienes sustituyen empiezan con ello su desgaste al seguir con la ya tradición de convertir el quehacer político en juego de intereses y negociaciones meramente partidarios.

El espectro del mapa electoral presidencial ha pasado de un color verde al tricolor, luego rojo y ahora color celeste cyan. Los electores prefieren votar por una bandera y su caudillo. Poderes fácticos y cupulas electorales lo saben y hacia ahí enfilan estrategias proselitistas cargadas de odio, falacias y mentiras.

El líder de turno ha tenido siempre la oportunidad invaluable de tomar una decisión entre dos opciones: la primera, el de pasar a la historia como un actor más que desde el poder que le ha sido delegado lo utilizo únicamente para acumular más poder y entrar dentro de un tiempo a la larga lista de presidentes y partidos políticos que han defraudado a sus electores, lo que también les será cobrado. La segunda, canalizar ese poder otorgado hacia la construcción de puentes, no de su destrucción, abriendo espacios de necesario diálogo enfocado en esfuerzos colectivos basados en entendimientos, no en el fomento de polarización como estrategia electoral.

Nadie que haya estado cercano al poder desconoce la ilusión de infalibilidad e impunidad que este provoca. Resistir la tentación de poder absoluto y permanente es propio de verdaderos liderazgos que se entienden como parte de colectivos vivos y cambiantes, no reduciendo a estos a subalternos obligados a ciega obediencia.

Un sujeto político apuesta por la constante formación política como garantía y sostenibilidad de marcos democráticos hacia su misma estructura como hacia los demás. Ello implica hacer del cuestionamiento y el debate la dinámica misma de sus decisiones y acciones. El arraigo comunitario y colectivo de iniciativas políticas partidarias oxigena su vigencia misma. No hacerlo así, dejándose marcar por los estrechos ritmos meramente electorales causa ceguera e intolerancia, que a la larga llevan a la extinción y dan paso a nuevas ofertas también meramente electorales.

Si. Falta mucho por hacer para que quienes eligen tengan las capacidades suficientes para resistir bombardeos de manipulación y engaño. Tendrán que surgir nuevas fuerzas que apuesten a cambios a largo plazo, que pasa primero por apostar a ciudadanos y ciudadanas formados políticamente para ejercer el derecho y deber de elegir.