Paola salió temprano ese domingo 2 de enero de 2019, rumbo a San Salvador. Desde Ahuachapán, viajó por más de dos horas para encontrarse con su jefa: desde hace varios meses trabajaba como empleada doméstica, porque el dinero ya no alcanzaba en su casa.

En su viaje, una nueva oferta de trabajo la llevó a caer presa de una red de trata en la que sufrió abuso sexual, pero ambos delitos fueron absueltos por la jueza del Tribunal Cuarto de Sentencia de San Salvador.

“Éramos seis en ese momento. Mi mamá, mi papá, mis hermanos y yo. También estaba una abuela mía, le habían dejado medicinas y todo. Por eso yo también empecé a trabajar. Allá en San Salvador hay más trabajo”, cuenta Paola, con los ojos clavados en la pared. Todavía le es difícil recordar cómo fue engañada, encerrada y agredida por dos hombres, cuando solo buscaba “unos centavitos más” para llevar a casa.

Ese día, llegó a eso de las 11:30 a.m. a la terminal de occidente. No había tráfico, era el primer día de trabajo después de las vacaciones de diciembre.

“Iba con algo de dolor, pero podía caminar y quería hablar con ella (su jefa) para pedirle permiso”, asegura. Unos días antes se había doblado el pie, por lo que bajó del bus y caminó despacio hacia la parada del portón sur, ubicado sobre la calle que se dirige al Estadio Cuscatlán.

La joven buscó la sombra de una palmera con cocos porque su empleadora la buscaría en ese punto para llevarla a trabajar. En ese momento fue cuando se acercó José. Era algo flaco, recuerda, moreno y cabello negro. Cuando le habló, trató de ignorarlo la primera vez, pero él insistió.

“¿No sabe de alguna muchacha que necesite trabajo? Es de cuidar una niña y hacer limpieza”, le dijo. “No, no”, contestó Paola para terminar rápidamente la conversación. Pero él siguió.

“Es que necesito alguien que me vea una señora y una niña, que lave ropa y planche. Mire, este es mi número. Llámeme si sabe de alguien”, le pidió José, entregando un papel con su número de teléfono. Justo en ese momento llegó su jefa, y se subió al auto sin dar mayor importancia al episodio.

Leticia, su jefa, le concedió 15 días más de permiso por el dolor de su pie, así que regresó a su casa al día siguiente para descansar. Era 3 de enero cuando decidió contarle a una amiga sobre la oferta de trabajo, y ella aceptó.

“Yo la iba a llevar ahí el miércoles de la otra semana, pero al final me dijo que no podía, que le habían salido otros compromisos. Yo creo que se arrepintió”, asegura Paola.

El día acordado, ella misma llamó a José para decirle que su amiga no podría ir, pero él la convenció de aceptar en su lugar. Le ofreció $90 por 15 días y aceptó aprovechando sus días libres. El domingo 14 de enero se encontró con José en la misma parada de buses donde lo conoció. Desde ahí, la hizo caminar a pie hasta su vivienda, ubicada en la colonia Dina, por media hora.

Al llegar, la casa estaba vacía. Paola preguntó por las personas que debía cuidar, pero José le dijo que ellos ya tenían empleada y le ofreció trabajar para él con la misma paga. Ella aceptó.

Ese mismo día salieron a comprar al Centro Histórico de San Salvador, y cuando regresaron él salió a trabajar, dejándola encerrada con llave. “Él estaba en una empresa de vigilante, se iba por las noches”, contó.

José le advirtió que si alguien tocaba a la puerta no saliera. Un primo, Arturo, llegaría a dejar “unos papeles”, pero nadie llegó esa noche. Se quedó totalmente sola y decidió descansar.

La casa era pequeña. Tenía solo una habitación, la sala, el baño y un pequeño patio, por lo que la cama donde durmió ella estaba en el mismo cuarto, con una cortina improvisada como división. A eso de las siete de la mañana, José volvió para bañarse y luego se fue.

“No me habló mayor cosa, pero me hacía sentir incómoda. Una vez, me dijo que se iba a casar conmigo, que yo era bonita”, cuenta Paola. Recuerda que una mañana, al despertar, sintió que él se acostaba a su lado, mientras le preguntaba si alguna vez había tenido relaciones sexuales. “Me dijo que yo le gustaba, pero solo lo ignoraba. Yo me quería ir”, recuerda.

Arturo llegó la noche del 15 de enero por primera vez, en horas de la noche. La primera vez que Arturo se quedó a dormir, el 16 de enero, ocupó la cama de José. Pasaron solo dos días para que él también comenzara sus avances con Paola. Recuerda que se desvestía frente a ella, como si no estuviera ahí. Se quedaba sin camisa, viéndose en un pequeño espejo que estaba en el cuarto. “Yo sentía que por ahí me miraba a mí”, narra.

La noche del 19 de enero, a eso de las 8:30 p.m., Arturo hizo su habitual ritual del espejo. Paola, recostada en la cama, solo se enfocaba en ver su teléfono cuando se abalanzó sobre ella. Paola trató de luchar pero él comenzó a asfixiarla, cubriéndole la nariz y la boca con un trapo. “De ahí ya no me acuerdo, creo que me desmayé”, asegura. Al despertar, estaba desnuda y adolorida. Arturo se había ido.


Entre el dolor y la impunidad.


Al despertar, lo primero que Paola sintió fue un dolor punzante en todo el cuerpo, especialmente en “sus partes”, recuerda. Se duchó y decidió que llamaría a su hermana. Nadie contestó el teléfono. Cuando José llegó, una hora después, no le contó lo que había sucedido, por miedo y vergüenza. Tampoco llamó a las autoridades. Solo le pidió a José que no la dejara sola en casa, porque Arturo podía regresar.

“Yo creo que él entendió lo que pasó en ese momento. Quizá ya sabían, en realidad, que para eso me llevaban”, cuenta Paola. Asegura que José le daba pastillas que la hacían sentir mareada y confundida. La fiscalía no documentó qué tipo de medicamentos le fueron suministrados, y tampoco lo mencionó en el descargo de pruebas.

De cómo sucedió, Paola no recuerda mucho. Solo que lloró durante todo el día, y José pudo darse cuenta. Él le dijo que saldría porque era su día libre, pero ella no quería quedarse sola de nuevo. Se la llevó con él con la condición que no hablara con nadie.

Regresaron a la casa de José hasta entrada la noche. Fue entonces cuando vio a un grupo de policías que desarrollaban un operativo en la zona, y todo lo que había vivido esos seis días encerrada, se le acumuló de golpe en la garganta. Aún así, no pudo gritar por ayuda. Fue uno de los agentes que se percató de ambos.

“Hey, hey. La parejita que viene ahí...”, indicó el agente. Paola quería decirle todo lo que había pasado, pero el miedo la embargaba.

El policía que detectó la actitud extraña de ambos fungió como testigo del caso, y según narra su testimonio plasmado en la sentencia 222-3-2019, le calculó unos 16 años a Paola. Por eso detuvo a José y lo cuestionó.

“¿Y la muchacha quién es?”, cuestionó el agente a José.

“En mi casa trabaja lavando ropa y hace oficio”, respondió. El policía se acercó directamente a Paola y preguntó su nombre y edad, pero ella se quedó muda. Dos veces.

“Retiren al sujeto, vamos a hablar con ella”, indicó el agente. “¿Le pasa algo?”, insistió. “Sí. Le voy a decir, pero por favor, no me lleve”, respondió Paola.

Después de escuchar su testimonio, arrestaron a José. La Fiscalía General de la República (FGR) lo llevó ante los tribunales por los delitos de privación de libertad, trata de personas agravada, y violación en grado de complicidad.

Sin embargo, no fue condenado por ninguno: la jueza del Tribunal Cuarto de Sentencia consideró que Paola no fue sometida contra su voluntad ni forzada a realizar “determinada actividad de explotación sexual”, pues fue ella misma quien llegó hacia la vivienda de José, y ella “podría haber escapado” si quisiera.

La Fiscalía, según la jueza, tampoco aportó elementos para determinar que José y Arturo “realizaron actos correspondientes para determinar una explotación sexual en la víctima”, debido a que la explotación por trata, según su criterio, requiere el ánimo de obtener provecho económico. Por eso lo absolvió de los delitos de privación de libertad y trata de personas agravada.

Además, negó que hubiera violación en grado de complicidad pues, según ella, José ignoraba por completo el crimen de Arturo, y no tomó parte en la ejecución. Por ello, solo lo condenó por acoso sexual, un delito por el que solo recibió una pena de cuatro años de prisión

La jueza ignoró la opinión de los peritos forenses, quienes aseguraron que Paola era vulnerable a ser coaccionada, por la falta de ingresos económicos, su bajo nivel de escolaridad y la gran necesidad de su grupo familiar.

“Clave “Piedra” como se le denominó a Paola en el caso─ siempre supuso que estaba laborando y ante su necesidad económica, inseguridad o miedo, no abandonó el inmueble por considerar que recibiría una remuneración por sus servicios”, señala el peritaje psicológico.

Además, según declaraciones de la víctima en el mismo peritaje, Paola no podía escapar aunque quisiera: cuando José no estaba, las puertas estaban cerradas con llave, y junto a la ventana había un pronunciado barranco.

La pericia determinó, además, que Paola quedó con indicios de trastorno de estrés postraumático relacionado con el incidente, a pesar que solo estuvo presa por seis días. Lo que puso en “grave riesgo su vida e integridad personal”.

 

Necesidad y engaño.


La secretaria del Sindicato de Trabajadoras del Hogar Remuneradas Salvadoreñas (Simuthres), Aída Rosales, indicó a Diario El Mundo que a través de la gremial lograron detectar que cinco mujeres que laboran como empleadas domésticas cayeron en redes de trata entre 2017 y 2020.

De acuerdo con Rosales, tienen conocimiento de las cinco víctimas porque lograron escapar de sus captores; sin embargo, ellas se rehúsan a denunciar. Temen sufrir represalias y ser encontradas por quienes las engañaron.

Al interior del sindicato, explica, lograron determinar que existe un patrón: los individuos de estructuras criminales de trata buscan localizar a mujeres que viajan desde el interior del país hasta San Salvador, que enfrentan precariedad, baja escolaridad y desconocen sus derechos.

“Hay ese patrón en que las compañeras tienen bastante desconocimiento de sus derechos y son bien vulnerables a este tipo de aprovechamiento. Ellas, por la misma necesidad, se van a los lugares porque quieren trabajar, no tienen otra fuente de empleo, no tienen educación, no tienen nada y se dejan llevar”, afirmó.

 

Pero este no es el único riesgo.


Con la llegada de la pandemia, las redes de trata perfeccionaron sus métodos, usando agencias de empleo falsas, anuncios en los periódicos y hasta redes sociales, donde piden los servicios de mujeres que laven, planchen o limpien casas.

“Hay muchas agencias de empleo que no están registradas por el Ministerio de Trabajo. Varias de estas agencias sirven para poder engañar a las trabajadoras porque les dicen que las van a llevar a trabajar en casas. Cuando ya llegan las secuestran, son utilizadas para la trata de mujeres (...)”, aseveró Rosales.

Este es el caso de Paola, una joven con entonces 17 años, casi 18, y sin estudios más allá del noveno grado de educación básica.

Como ella, más de 300 personas han sido víctimas de trata de personas en los últimos cinco años, según datos de la Fiscalía General de la República (FGR). Esta cifra, sin embargo, cubre apenas las denuncias que llegan al Ministerio Público, y no a quienes deciden callar, ya sea por temor o por desconocimiento de sus derechos.

La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), en su informe anual sobre trata de personas, indica que la gran mayoría de las víctimas de trata en América Latina son las mujeres y niñas, sobre todo cuando hay explotación con fines sexuales. Y esta se agudiza aún más en mujeres en situación de pobreza.

En El Salvador, los niveles de explotación sexual alcanzan hasta a un 90 % de todos los casos de trata documentados, explicó a Diario El Mundo la jefa de la Unidad Especializada de Trata de Personas de la fiscalía, Violeta Olivares.

Según la UNODC, Centroamérica es el epicentro de la explotación sexual de niños, niñas y adolescentes, junto al este de Asia. Esto debido a que hay una correlación entre la trata de menores y los países con bajo Producto Interno Bruto (PIB) per cápita; es decir, con menos recursos para atender a sus ciudadanos.