Un salvadoreño vuelve al país después de décadas de arduo trabajo en Estados Unidos y decide invertir en un hotel de playa. Sus primeros meses, el primer año le va bastante bien y se viene la pandemia. Con mucho sacrificio sostiene su inversión y con la reactivación económica, reinicia su proyecto y recibe a los primeros huéspedes.

A los pocos días recibió la llamada que todos tememos. Un sujeto que se identificaba como miembro de una pandilla lo extorsiona y le exige una cantidad de dinero importante mensualmente. Para un empresario que está recuperando la inversión congelada por meses de pandemia, es como una puñalada en la garganta.

La primera reacción es denunciar la llamada a las autoridades. Sus años en Estados Unidos le recomiendan eso. Pero todo su entorno le advierte que está en El Salvador y “cualquier cosa puede sucederle”. ¿Se puede confiar en las autoridades?, pregunta insistentemente y su entorno hacen caras de duda. Los pandilleros parecen tener demasiada información de su entorno y no duda que alguno de sus empleados puede ser informante de los delincuentes.

¿El resultado? el cierre de su hotelito, vender la propiedad y ver cómo recupera algo de su inversión. Se perdieron una veintena de empleos. Adiós al sueño de su retiro en El Salvador. Las extorsiones provocan este impacto en la realidad de los pocos que se atreven a invertir en el país. Es un mal interminable. ¿Hay solución?.