En 1998 El Salvador eliminó las causas que despenalizaban el aborto: riesgo para la vida de la mujer, violación o estupro y deformidades graves del feto. En 1999 se reformó el artículo 1 de la Constitución Política, quedando establecido el reconocimiento de la persona humana desde el momento de la concepción.

Así, hoy tenemos una de las legislaciones más restrictivas en materia de aborto, con lo cual varios sectores nos catalogan como un país pro vida. Aquí el aborto es un delito que se castiga severamente, condenando a prisión a quien lo practica. Pero en este país pro vida las más perjudicadas son las mujeres pobres, a quienes se les penaliza si tienen un aborto, no importando si fue espontáneo, emergencia obstétrica o violación (por sus padrastros, pandilleros o desconocidos).

Este es el caso de Evelyn Hernández, quien en 2017 fue condenada a 30 años de prisión, acusada de homicidio agravado. Posteriormente, en diciembre de 2018, la Sala de lo Penal de la Corte Suprema de Justicia anuló la sentencia y ordenó repetir el juicio. Según la defensa de Hernández, su bebé nació muerto y ella nunca supo que había quedado embarazada tras ser violada en repetidas ocasiones por un pandillero. En febrero de 2019, un juzgado revocó la prisión preventiva decretada contra Evelyn y quedó en libertad después de permanecer más de 30 meses en la cárcel. Sin embargo, esta semana inició el nuevo juicio, y la fiscalía insiste en acusarla por segunda vez por homicidio agravado.

Este caso evidencia la paradoja del sistema judicial salvadoreño. Por un lado, se persigue diligentemente a Evelyn y a muchas mujeres que se encuentran en su misma situación y, por otro lado, ese mismo sistema absuelve a quienes desviaron millones de dólares de las arcas públicas.

Me pregunto si para el sistema judicial salvadoreño y para esta sociedad pro vida, ¿no cuentan las vidas que pudieron haberse protegido con los 10 millones de dólares (provenientes de fondos taiwaneses para las víctimas de los terremotos) que fueron blanqueados por Elías Antonio Saca y Francisco Flores? ¿No cuentan las vidas que pudieron haberse salvado del hambre, la pobreza, la violencia, la migración con los 300 millones de dólares que fueron desviados de las arcas públicas por Saca y su camarilla? Pareciera que no: en 2018 el expresidente Saca fue condenado a 10 años de cárcel, mientras que mujeres como Evelyn se enfrentan al riesgo de una condena de 30 a 50 años.

De verdad, ¿El Salvador, un país pro vida? Para una inmensa mayoría, El Salvador es un lugar pro muerte, especialmente para las mujeres pobres. Debido a la corrupción, la cultura patriarcal y la violencia, lo que se vive a diario son los homicidios, los feminicidios, las muertes en los hospitales públicos por falta de medicamentos, las violaciones de niñas, niños y mujeres en sus propias casas o en las calles, las caravanas migrantes con gente desesperada, que no tiene otra opción para sobrevivir.

En realidad, somos un remedo de país pro vida. Convenientemente algunos sectores asumen esa etiqueta para presumir de lo que carecemos y ocultar la realidad. Pero además, siendo la salvadoreña una sociedad machista, el precio de esta etiqueta lo pagamos las mujeres.

Si realmente queremos ser un auténtico país pro vida, deberíamos empezar por lograr que Evelyn sea tratada con justicia y recupere su vida. Lograr una sociedad inclusiva en un sentido amplio: en lo económico, social, político, fiscal y cultural. Garantizar un Estado presente, de tal forma que a todas las personas se les respete su derecho a la protección social, con independencia de su capacidad adquisitiva o de sus redes familiares o comunitarias de apoyo. Proteger el medio ambiente. Lograr que los funcionarios rindan cuentas del uso de nuestros escasos recursos públicos. Debemos exigir todo ello como un asunto de derechos.