Es marzo de algún año. Llevo 14 horas en el aire. Me faltan cuatro para llegar a Yakarta, y como siempre suele sucederme -en esos viajes interminables- pienso en Jeanette y la infancia se me repite de golpe.

Algún día te llevo ahí, me dijo mi madre. Tenía 10 años y lo recuerdo como ayer. Estábamos en la terraza de nuestra casa en la finca la Gloria, y ambos observábamos en una tarde soleada, con ese sol de las cuatro y media de la tarde que te abraza y acaricia tu piel, y desde su sombra brinda esos tonos de colores, azules y amarillos y verdes suaves. Qué tardes más hermosas las de mi ciudad.

Mi madre y yo, veíamos desde esa terraza la ciudad de San Salvador, y a nuestros pies nuestra colonia Dolores y su loma. Esa loma verde y amarilla, con ese sol de nuestra deliciosa tarde, a esa loma quería ir. A mis 10 años, la loma parecía terreno lejano, peligroso, lleno de aventuras. Me intrigaba, me llamaba. Y observaba esa loma desde mi casa, esa casa, ya restaurada, cuyo botón mi abuelo Damián regaló a su hijo el doctor Alfonso.

Esa casa grande y hermosa y que hasta piscina tenía. En ese tiempo, pensaba mi casa, la casa de mis padres. Mis padres como una célula singular, monocelular, indivisible, invencible. No pensaba en dos sino en uno. El número dos no existía en ese tiempo. La casa de la finca, aún la respiro. Me vio crecer. Y un día la tuve que dejar. El día que el número uno, ya no fue uno, sino dos. Y es que ahora al fin concibo, el número uno en realidad no existe, ni existió, ni existirá. Es el dos, el tres...el verdadero número.

Veo mi reloj, son las seis y media, me falta una hora de vuelo... bueno en realidad no importa. Mi madre nunca me llevó a visitar la loma. Mi madre me mintió, o así pensaba en aquel entonces, ahora creo que probablemente se le olvidó esa promesa. Yo nunca la olvidé. Me encuentro sentado en el asiento 14 C del vuelo que de Yakarta se dirige a Narita, Japón. El vuelo va repleto, no hay asiento vacío. Estos son para mí los vuelos más incómodos. Implican compartir tu espacio más íntimo con gente totalmente desconocida, además de una lucha continua por el brazo del asiento. Pero, en fin, es parte del juego, y la vida exige ante todo actitud, preparación mental y física para periodos largos de encierro, en espacios reducidos, con asientos cada vez más incómodos. Esto exige paciencia.

Es el recuerdo de una mirada lo que hoy me hace sentir ayer. Revivir sensaciones que solo fueron y nunca más. Es el mirar adentro y redescubrirte sin miedo a caer. Es lo que es, fue y será, con el atrevimiento a decir jamás... ¿Pero y de qué habló? Hablas de lo antiguo que te volviste aquella mañana, al despertar. Es la mirada de mi madre, sus manos y su sonrisa. Me volví viejo con su muerte, porque con ella, mi historia se dejaría de contar. Vieja querida, por qué no me llevaste a la loma de la colonia Dolores. Aquello nos hubiese dado otra historia que contar, otros verdes que cantar. Finalmente, un día de noviembre fui a aquella loma, con mis amigos.

Desde ahí, mis ojos se posaron en aquel lugar de nuestra casa, desde donde mi madre y yo apreciamos la quietud del sol cayendo sobre la loma, como arrullándola. Y en ese momento pensé en mi madre, como la pienso esta noche. Esta noche te recuerdo hermosa mujer, mi madre, mi Jeanette, de ojos calizos que me acarician. No me llevaste a la loma, pero de tu mano aprendí a recorrer el mundo y la vida.