La serie de acontecimientos que terminó con el asesinato de Óscar Romero, arzobispo de San Salvador, el 24 de marzo de 1980, puede leerse a partir de un corte temporal que comienza el día que asume como arzobispo de San Salvador, es decir, el 22 de febrero de 1977. No es que la crisis política del país iniciara en ese momento. En absoluto. Pero examinar con cuidado ese lapso permite comprender las tempestades que sobrevendrían durante la década de 1980.

Las autoridades del Vaticano escogieron a Romero no por esgrimir ideas liberales y porque estuviera en sintonía con los vientos frescos que soplaban desde el Concilio Vaticano II y, sobre todo, desde Medellín. No, fue llamado a sentarse en el solio arzobispal por su comprobada conducta y pensamiento conservadores. Esto ya ha sido evidenciado de manera precisa en la abundante bibliografía existente. Un arzobispo conservador era lo más conveniente y adecuado, creía el Vaticano, para arrostrar el momento de gran inestabilidad que vivía el país, por un lado, y la Iglesia Católica, por otro. Alguien que pusiera orden dentro (de la Iglesia) y que fuera respetado por los diversos sectores sociales y también por el aparato estatal que en ese momento se empeñaba en reprimir toda disidencia política.

Había otros obispos más conservadores que Óscar Romero y que podían asumir el relevo del saliente Luis Chávez y González, que desde 1936 se encontraba al frente del Arzobispado de San Salvador. Uno de estos era el salesiano Pedro Arnoldo Aparicio, un polémico obispo conservador. Pero el Vaticano se decantó por Romero.

¿Qué tipo de problemas había en el seno de la Iglesia Católica salvadoreña en ese momento a la llegada de Óscar Romero? Como consecuencia del fuerte remezón epistémico que experimentó la Iglesia Católica latinoamericana después del Concilio Vaticano II en la primera mitad de la década de 1960 y sus secuelas de Medellín (1968), pues la praxis religiosa católica se veía compelida a modificar algunos presupuestos anteriores. Esto, como era de esperar, generó entusiasmos y también resistencias. La crisis entre sacerdotes y jerarquía que se dio en 1970 a propósito de la Primera Reunión de la Pastoral de Conjunto, expresa con nitidez el estado de cosas.

El giro hacia una ‘pastoral social’, por llamarla de algún modo, exigía una nueva mentalidad, y demandaba de las jerarquías eclesiales de cada país latinoamericano asumir un compromiso con su sociedad concreta, cuestión que, sin proponérselo, chocaría con las estructuras de poder dominante. Ahí nacían las resistencias al nuevo enfoque. Las jerarquías debían materializar la renovación, pero aquí en El Salvador, un país conservador, esto fue muy lento. De ahí que, como sucediera en otros lugares, los sacerdotes jóvenes (diocesanos, más que todo, pero no solo ellos) se empeñaron en materializar la ‘buena nueva’, desde sus parroquias donde estaban asignados. Tal pretensión, sin embargo, implicaba una vuelta de tuerca a la vida religiosa, porque al ‘abrirse’ la iglesia a una participación más activa de la feligresía, y al ‘acercar’ la Iglesia a los problemas sociales más acuciantes, pues se daba lugar a otra praxis religiosa donde lo individual pasaba a un segundo plano y lo comunitario adquiría preeminencia.

Óscar Romero se hallaba entre quienes tenían apostillas al giro eclesial, y durante la década de 1970, hasta llegar al arzobispado, el 22 de febrero de 1977, sus posturas, que están registradas por escrito, seguían siendo de claro signo conservador. Pero entre 1970 y 1977 sucedieron algunas cosas dentro de la Iglesia Católica salvadoreña, y fuera de ella, de las que Romero no participó y que le cayeron como un aerolito en el instante que lo hicieron arzobispo de San Salvador.

Dentro del cuerpo de sacerdotes diocesanos se gestó, a partir de 1970, una articulación socio-religiosa informal y extra jerárquica denominada ‘La Nacional’. Ahora podría nombrarse eso como una red de sacerdotes conversos al Concilio Vaticano II y a Medellín. Y como esos sacerdotes estaban dispersos en parroquias diferentes, pues quería decir que para abrirse paso en la telaraña eclesial debían conjuntar esfuerzos. Estos sacerdotes se visibilizaron y la respuesta jerárquica no se hizo esperar. De hecho, en la diócesis de San Vicente, donde Pedro Arnoldo Aparicio regía, diez sacerdotes fueron suspendidos de forma temporal y solo rehabilitados por la apelación hecha ante las autoridades vaticanas.

Una nueva situación pastoral comenzaba a tomar cuerpo, pero dentro de un contexto político lleno de imponderables. Porque esa nueva forma de praxis religiosa se deba en paralelo a otros empeños organizativos político-sociales y que no estaban conectados, en un principio, entre 1970 y 1972, entre sí. Después vendrían las convergencias y entrecruzamientos de ‘caminos’. Al asumir Óscar Romero como arzobispo de San Salvador, en febrero de 1977, la situación nacional había entrado de lleno en el camino sin retorno de la confrontación política y militar.