El asesinato del arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, el 24 de marzo de 1980, hace 42 años, tiene varios significados y diversas responsabilidades que no siempre se sitúan en la posición adecuada.

Cuando Romero asume el arzobispado la situación del país era explosiva, por donde se le viera. Romero es investido el 22 de febrero de 1977, en una ceremonia más o menos restringida. Pero el 27 de enero de ese año había sido secuestrado Roberto Poma, un importante empresario emergente vinculado al gobierno militar. Esta acción fue realizada por el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que pidió rescate en dinero y la liberación de dos presos políticos. Las exigencias fueron cumplidas, pero pocos días después del secuestro (el 26 de febrero) Poma murió como consecuencia de las heridas sufridas al momento de su captura. Lo grave es que el ERP negoció todo cuando ya Roberto Poma había fallecido.

Esa situación, de seguro, la vio y la valoró Romero. ¡Estaba encima de un polvorín! Pero ahí no terminaba el asunto. El 28 de febrero de 1977 el gobierno militar reprimió en la plaza Libertad, en el centro de la ciudad de San Salvador, a centenares de ciudadanos manifestantes que rechazaban el fraude electoral de días recientes. Centenares de muertos y heridos fue el saldo. Esto también, de seguro, lo tasó Romero, ya como arzobispo. ¿Qué podía hacer frente a todo eso? Terrible tribulación para el pastor de lobos y de corderos.

Y el 12 de marzo se produjo el asesinato del sacerdote jesuita Rutilio Grande, párroco de Aguilares y pionero de una novedosa pastoral campesina iniciada en diciembre 1972, pero que a esas alturas se hallaba en medio de la vorágine de un escenario de confrontación político-social in crescendo. No era la generalización de la guerra aún, sino sus prolegómenos.

Estos tres hechos emblemáticos, entresacados del torbellino de situaciones que a diario se vivían en El Salvador, muestran con facilidad la complejidad de un proceso político que Romero, desde su nueva posición arzobispal, hubo de procesar, de comprender y de reaccionar con gran celeridad.

¿Y qué podía hacer el arzobispo Romero? Casi nada. La realidad le había estallado en la cara. Sin embargo, tomó dos decisiones administrativas después del asesinato de Rutilio Grande, y que muestran su talante: a) suspender todas las misas y dar una misa única en la catedral metropolitana y b) romper la comunicación oficial con el Gobierno hasta que no se investigara el asesinato de Grande (que nunca se investigó).

La instancia jerárquica de la Iglesia Católica en la que convergían todas las diócesis era la Conferencia Episcopal de El Salvador, y a ella pertenecía Romero. Pero desde febrero de 1977 en su calidad de arzobispo metropolitano. Los otros obispos integrantes eran: Pedro Arnoldo Aparicio Quintanilla (San Vicente), Marco René Revelo (obispo auxiliar de San Salvador), Eduardo Álvarez (San Miguel) y Clemente Barrera (Santa Ana). Los cuatro de explícitas posiciones conservadoras y renuentes, sobre todo Aparicio Quintanilla, a aplicar el viraje que venía del Concilio Vaticano II y de Medellín. El otro obispo integrante de la Conferencia era Arturo Rivera Damas, que tenía actitudes conciliadoras.

La situación del país era ya enrevesada, y las posturas rígidas e insensibles de los cuatro obispos adversos empujaron a Óscar Romero a moverse con más autonomía y desoyendo un tanto las necedades y las acusaciones injustificadas que recibía de esos cuatro obispos.

Los obispos adversos a Romero movieron fichas al verificar que el nuevo arzobispo metropolitano se había salido del patrón de comportamiento tradicional y esperado de un jerarca de la Iglesia Católica. Cuando Óscar Romero comienza a hilvanar su ‘Diario’ (a partir del 31 de marzo de 1978) la tensión en la Conferencia Episcopal está instalada y se trata de una confrontación abierta. Apunta Romero, el lunes 3 de abril de 1978: “... y yo fui objeto de muchas acusaciones falsas de parte de los obispos. Se me dijo que yo tenía una predicación subversiva, violenta...”.

La disputa escaló y rápido se supo en el Vaticano. Romero no se quedó callado y contra argumentó ante Juan Pablo II. Pero nada. La correspondencia con las autoridades del Vaticano, las visitas a Roma para manifestar sus desacuerdos de viva voz con la ‘conducta’ de Romero, la materialización solicitada por estos obispos adversos de dos visitas apostólicas (diciembre de 1978 y diciembre de 1979), una suerte de auditorías, entre otras cosas, mostraban que Óscar Arnulfo Romero se hallaba, en su avatar eclesial, bastante solo y en una posición incómoda. Pero no se arredró.