La minería no es una actividad neutral ni en términos sociales ni ambientales, puede menoscabar el bienestar y el desarrollo sostenible de los países, en especial cuando se desarrollan en contextos de débil gobernanza, con reglas poco claras e instituciones reguladoras débiles. Guatemala es un ejemplo de cómo una actividad que representa menos del 1.0% del PIB y del 0.5% de la recaudación tributaria, representa altos costos sociales, ambientales y de gobernabilidad, a la vez que provoca riesgos que se extienden más allá de sus fronteras.

En Guatemala, la legislación vigente no es consecuente con las complejidades de las actividades mineras. En primer lugar, no regulan los procesos de participación y consulta de la ciudadanía, incluyendo los pueblos indígenas, lo que impide a las comunidades directamente afectadas por los proyectos mineros de ejercer su derecho a opinar y decidir sobre su propio proceso de desarrollo, por lo que no es de extrañar que se observen conflictos en el 80.0% de municipios con licencias mineras vigentes. Dichos conflictos se intensifican con el rol del Estado guatemalteco que, en lugar de ser un actor mediador o conciliador, se convierte en un promotor de los proyectos extractivos, utiliza las fuerzas de seguridad y figuras como el estado de sitio para reprimir las manifestaciones y criminalizar a las comunidades que defienden el territorio. Además, el marco legal presenta vacíos legales como la ausencia de regulación del proceso de cierre de los proyectos o de los pasivos ambientales mineros, lo cual convierte a la minería en una amenaza ambiental.

La institucionalidad guatemalteca también tiene serias debilidades, tanto el Ministerio de Ambiente y Recursos Naturales -MARN- y el Ministerio de Energía y Minas -MEM- son entidades con limitadas capacidades técnicas y financieras para regular efectivamente la minería. Los procesos de aprobación de Estudios de Impacto Ambiental -EIA- son deficientes y resultan en la aprobación instrumentos que ni siquiera cumplen los requerimientos técnicos mínimos, además, se carece de la capacidad para verificar el cumplimiento de los compromisos ambientales que las empresas mineras suscriben en el marco de los EIAs. Sumado a lo anterior, la minería en Guatemala se desarrolla en un contexto de falta de transparencia, rendición de cuentas y señalamientos de corrupción que involucran a altos funcionarios del Ejecutivo.

Todos los elementos mencionados son relevantes para El Salvador en el contexto de la reactivación de las actividades de explotación de la mina Cerro Blanco, propiedad de una empresa de capital canadiense y ubicado en el departamento fronterizo de Jutiapa. Como parte de la reanudación de sus actividades, la mina ha señalado que se implementarán prácticas de explotación a cielo abierto, uno de los métodos más destructivos de minería.

El proyecto Cerro Blanco se encuentra en la cuenca del río Lempa, principal fuente de agua para el país y una de las áreas ecológicas clave para la conservación de la biodiversidad en Centroamérica: el Trifinio. Diversos estudios han mostrado que el proyecto podría tener graves repercusiones en los recursos naturales salvadoreños y vulnerar los derechos de la ciudadanía, particularmente a la vida, la salud, la alimentación y el medio ambiente. Por tales motivos es urgente que el Estado salvadoreño tome cartas en el asunto.

Tanto la Constitución, como diversos tratados internacionales le brindan a El Salvador la potestad de evitar potenciales afectaciones ambientales y de derechos humanos. Un buen punto de inicio podría ser la apertura de espacios de diálogo y participación con las comunidades y organizaciones ambientalistas que desde hace más de 15 años han dado seguimiento y realizado recomendaciones para prevenir las amenazas derivadas del proyecto Cerro Blanco. Pero también resulta imprescindible que el Gobierno salvadoreño, a través del Ministerio de Relaciones Exteriores realice las gestiones diplomáticas correspondientes con el Estado de Guatemala para salvaguardar los derechos humanos de la población salvadoreña y procure la gestión integral de la cuenca hídrica compartida; y, en caso que el diálogo diplomático de buena fe no funcione, se deberán activar otras instancias y mecanismos internacionales pertinentes que eviten posibles vulneraciones de derechos. A pesar de que existe una ley que la prohíbe en el territorio nacional, la minería continúa siendo una amenaza para El Salvador.