Justo este día se cumplen 37 años desde aquel espantoso terremoto 7.5 grados en la escala Richter, que dejó en la capital salvadoreña y sus alrededores más de 3,000 muertos, unos 20 mil heridos, alrededor de 200 mil damnificados y pérdidas por más de mil 500 millones de dólares.

Aquel fatídico terremoto ocurrió a las 11:49:26, cerca del mediodía, cuando la capital salvadoreña se encontraba en plena dinámica. Unos trabajando, otros estudiando y en general la gente desbordada en las calles o sus viviendas sumidas en sus faenas cotidianas. Nadie esperaba que aquel movimiento sísmico que duró entre 38 y 49 segundos, nos llenara de luto y dolor y desnudara nuestra realidad endeble de entonces.

Se calcula que solo en el edificio Rubén Darío, en pleno centro capitalino, hubo alrededor de 500 muertos, entre ellos mi primo Roque Guadalupe Ábrego Marinero, un técnico odontólogo que murió aplastado en su lugar de trabajo. Por cierto, su cuerpo calcinado lo encontraron los rescatistas 11 días después y solo lo reconocimos por el reloj y el anillo que portaba.

El sismo afectó toda la capital y sus alrededores, pero principalmente la parte sur. Los barrios Santa Anita, San Jacinto, La Vega, Candelaria, Modelo, San Esteban y el centro capitalino, donde decenas de edificaciones se desplomaron. En la capital miles de casas quedaron destruidas.

Además del edificio Rubén Darío, también se desplomaron o sufrieron severos daños el edificio Dueñas (frente a la plaza Cívica), el Gran Hotel San Salvador, la Biblioteca Nacional, el Ministerio de Educación, el Ministerio de Planificación, la Dirección General de Correos, el edificio Tazumal, el edificio Cefesa, el hospital nacional Benjamín Bloom, algunos edificios de la Universidad de El Salvador, el Ministerio de Trabajo, el Ministerio de Agricultura y Ganadería, el edificio del Instituto Salvadoreño del Café, el hospital general del Instituto Salvadoreño del Seguro Social, los grandes escenarios deportivos de la época y la Escuela Santa Catarina, entre otros.

Muchos de los edificios colapsados, como el Edificio Dueñas y el Rubén Darío, ya habían sido declarados inhabitables, luego del terremoto del 3 de mayo de 1965, pero los propietarios y las autoridades de esa época hicieron caso omiso y permitieron que siguieran siendo utilizados. Si acaso, solo los maquillaron ante la mirada desviada de quienes tenían que velar por la seguridad de los salvadoreños. Tras el terremoto a nadie se procesó por la negligencia o por los daños, aunque muchos cobraron seguros. Nadie fue indemnizado y algunos hasta se dieron el lujo de vender luego los predios, otros los abandonaron para que el Estado se hiciera cargo de la remoción de los escombros.

Es cierto que los terremotos no los podemos evitar, aunque si predecir, pero podemos aminorar sus consecuencias desastrosas. Entre 1965 y 1986 a nadie se le ocurrió que un sismo de magnitud como el ocurrido aquel 10 de octubre iba a producir tantos muertos Y si se les ocurrió poco o nada les importó, al fin y al cabo, los afectados iban a ser otros.

Recuerdo que ese día me encontraba en la Universidad de El Salvador y me dirigía al Estadio Universitario para observar el entreno del equipo de la UES, cuando de repente escuché un estruendo y me asusté porque pensé que era otro de los ataques militares contra la UES, hasta que me percaté que los graderíos del recinto deportivo se habían rajado. Asustado salí hacia el Departamento de Periodismo, donde nos enteramos que había ocurrido un terremoto. Me retiré de la UES, pero antes pasé por el antiguo edificio de la Facultad de Economía, que se había hundido y aplastado a decenas de vehículos, afortunadamente no hubo muertos, solo heridos. Como el transporte colectivo colapsó me fui a pie hasta el peaje de la autopista, en San Marcos para tomar transporte hacia mi pueblo Olocuilta.

Antes pasé por el edificio del Hospital Bloom, cuya fachada estaba colapsada, luego tomé la 25 avenida norte y sobre la calle Arce para llegar la catedral. Pasé por el edificio Rubén Darío, donde las ambulancias pululaban por doquier. Todo era un caos, la gente corría casi sin sentido, vi el Darío destruido y luego en el edificio Dueñas escuché gritos de gente muriéndose. A estas alturas ya iba llorando y me desbordé en llanto cuanto llegué a San Jacinto y vi decenas de cadáveres de niñas y sus madres angustiadas llorando. En el lugar murieron 41 niñas y un niño. A mis 18 años me sentía un inútil, al no poderle ayudar a nadie.

Tras cruzar todo San Jacinto y ver casas destruidas y decenas de muertos bajo los escombros logré llegar al peaje, donde varias personas conseguimos aventón en un pick up. Yo imaginaba que si en San Salvador había cientos de muertos, en mi pueblo no iba a encontrar a nadie vivo. Al llegar sentí un profundo alivio al darme cuenta que en mi pueblo solo hubo daños materiales. Desde el siguiente día me sume a mi primo Alfonso Ábrego Marinero en la búsqueda de Roque Guadalupe. Anduvimos en motocicleta y yo, estudiante de periodismo en ciernes, tenía acceso a todas partes con mi carné de prensa del Departamento de Periodismo.

Hoy, 37 años después, recuerdo nítidamente aquellas imágenes que quedaron impregnadas en mi alma y que me llevan a pensar que los terremotos son inevitables, porque es el ciclo del planeta, pero sus nefastas consecuencias las podemos aminorar con conciencia y acciones concretas. No debemos ensañarnos con la naturaleza ni retarla de ninguna manera, deforestando o rellenando superficies para edificar. Jamás debemos construir en zonas de riesgo, debemos tener una rigurosa política nacional de urbanización y garantizar que residimos y trabajamos en casas y edificaciones construidas bajo estándares de seguridad antisísmicas. Confiemos en Dios.