Las personas desaparecen desde que los hombres comenzaron a hacer la guerra”. Siempre que debo hablar o escribir algo sobre este doloroso asunto que lacera el cuerpo herido de El Salvador, arranco con esta frase utilizada en el 2007 por el Comité Internacional de la Cruz Roja al inicio del documento denominado “Personas desaparecidas. Una tragedia olvidada”. Para entonces ya habían transcurrido quince años del fin de la confrontación armada que tuvo lugar en nuestro territorio, de enero de 1981 a enero de 1992. Durante la misma, que no fue ninguna farsa como dijo aquel, la desaparición forzada de personas fue una práctica estatal desarrollada para infundirle terror a la población a fin de evitar su organización contra la dictadura de la época. Sus agentes las privaban de libertad de manera arbitraria. Lo hacían de forma directa; también indirectamente, al consentir o tolerar que particulares se encargaran de llevar a cabo esos aberrantes crímenes. Además, las autoridades negaban que eso estuviera ocurriendo y así impedían -aún más- dar con el paradero de las víctimas directas.

Pero igualmente la guerrilla cometió atrocidades similares; aunque, por no ser parte del régimen sus ejecutores, técnicamente no eran catalogadas como desapariciones forzadas. Sin embargo, el dolor causado era el mismo. Que no me vengan con el injustificable “cuento” que muchas veces he escuchado para eximir de culpa a las fuerzas rebeldes, alegando que la Comisión de la Verdad le atribuyó a la parte gubernamental –con militares, cuerpos policiales, grupos paramilitares y escuadrones de la muerte incluidos– el 85 % de casos de graves violaciones de derechos humanos en general, según los testimonios recibidos, y a la insurgencia solo el cinco. El problema no es cuantitativo sino cualitativo; con base en este último criterio hay que distinguir la gravedad de la responsabilidad de uno y otro bando.

A la madre del soldado del ejército estatal y a la del combatiente guerrillero que fueron desaparecidos por un “Mayo Sibrián” u otro “comandante revolucionario” de la época, no las van a consolar con esos fríos datos porcentuales. Pero la condena a quienes lo hicieron desde las instituciones estatales encargadas ‒tanto constitucional como legalmente‒ de garantizar el respeto de la dignidad de las personas y las comunidades, tiene que ser mayor que la necesaria censura merecida para los alzados en armas por los hechos bárbaros mediante los cuales también la violentaron.

Las desapariciones de personas en el marco de la guerra a manos de agentes estatales, de particulares con su permisividad y de quienes con sobradas razones se sublevaron contra el despotismo de la época referida, no son las únicas ocurridas en nuestro país. Las hubo antes, las hubo después y continúan habiendo hasta la fecha. Antes al menos desde 1932, cuando una buena de parte de la población indígena y campesina –sobre todo en la zona occidental– protagonizó un desesperado levantamiento popular que fue aplastado a sangre y fuego; antes, también, durante el conflicto con Honduras en 1969.

Después, a inicios de la primera década del presente siglo cuando las erradas políticas gubernamentales en lo tocante a la seguridad propiciaron que las estructuras criminales pandilleriles comenzaran a asesinar a sus víctimas para después ocultar sus restos humanos. Y siempre desde que nuestra gente más jodida comenzó a huir de esta tierra donde sus gobernantes serviles han favorecido el bienestar elitista, extremo e insultante para las minorías privilegiadas, mientras propician el inadmisible mal común entre sus mayorías populares.

Así las cosas, en esta nuestra sufrida comarca permanentemente sumida en el conflicto, la población recurrentemente alejada tanto del respeto de sus derechos a la vida y al trabajo así como de su seguridad personal y de las otras garantías elementales para una existencia de calidad son –lamentable y dolorosamente– carne de cañón para su desaparición a manos del crimen organizado particular o, como antes, del estatal.

Yo siempre fui crítico vehemente de las administraciones de los grupos políticos partidistas tradicionales que gobernaron El Salvador desde el fin de la guerra hasta el 2019. Sobrada razón tenía para ello. Pero debo reconocer que, a pesar de todo, contribuyeron a mejorar algunas cosas. Una fue la de poder solicitar y recibir información pública. A regañadientes, sí, pero algo se avanzó en ese ámbito. En cambio ahora, desde la llegada de Nayib Bukele a Casa Presidencial y luego con el control total que este ejerce sobre la incipiente institucionalidad que se iba labrando, no queda más que sumar a la lista de las desapariciones forzadas otra: la del conocimiento oficial de las personas que son arrancadas de su seno familiar para no volver a este nunca más. Mientras tanto, su famosa “nueva Asamblea” no hace nada en favor de estas víctimas. Así de mal estamos y seguiremos estando si no avivamos.