Mediante resolución aprobada por su Asamblea General el 26 de noviembre del 2007, la Organización de las Naciones Unidas declaró el 20 de febrero de cada año como el Día mundial de la justicia social. Dicha conmemoración inició a partir de su sexagésimo período de sesiones, concluido en el 2009. Hablamos de 14 años transcurridos desde entonces. Y dentro de seis meses se cumplirán 55 de la realización –en Medellín, Colombia– de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. De los documentos producto de la misma aprendí mucho, de la mano de Rutilio Grande; revisándolos encontré, nuevamente, el punto de partida del primero cuyo título se resume en una palabra: “Justicia”.

“Existen –iniciaban los prelados reunidos– muchos estudios sobre la situación del hombre latinoamericano. En todos ellos se describe la miseria que margina a grandes grupos humanos Esa miseria como hecho colectivo es una injusticia que clama al cielo”. Enseguida abordaron la falta de educación para la niñez, la adolescencia y la juventud; también la falta de expectativas de la “creciente” clase media. Demandaron igualdad, teórica y práctica, de derechos entre mujeres y hombres; mejorar las condiciones de vida del campesinado; también garantizar precios equitativos para la producción agrícola y su comercialización segura. Señalaron, además, el éxodo de profesionales y técnicos buscando oportunidades fuera de sus países; asimismo, se refirieron a la presión ejercida por grandes industriales sobre pequeños artesanos.

“No podemos ignorar –aseguraron– el fenómeno de esta casi universal frustración de legítimas aspiraciones que crea el clima de angustia colectiva que ya estamos viviendo”. Pasaron los años y, a más de medio siglo de distancia, Latinoamérica continúa siendo la región más desigual y violenta del mundo. ¿Por qué? Por diversas razones, entre las cuales destaca el arribo de falsos profetas a la palestra presidencial encumbrados al poder por masas embelesadas con sus cantos de sirena, tras haber sido burladas y desencantadas por predecesores incapaces de resolver los problemas de quienes han sobrevivido aguantando hambre y han “sobremuerto” derramando sangre; además, por su canibalismo político y su descarada corrupción.

En nuestro país, que yo recuerde, nunca las cosas han sido diferentes; al contrario, como “lo que está a la vista no necesita anteojos”, creo que en el momento actual nuestra situación se va a los penaltis con varias del resto de la región y fácil se lleva el trofeo. Ahora hay personas tozudamente cegadas y no son pocas. Ocurrió con Duarte, Saca y Funes, por citar algunos ilusionantes apellidos; pero no por eso, su semidiós reinante no deja de ser falso y pernicioso. La idolatría hacia supuestas divinidades, nuestro santo la denunció tajante como verdadero pastor inspirado cuya prédica objetiva, rigurosa y valiente lo llevó hasta el martirio. “Ya no es –denunció Romero– el dios Baal, pero hay otros ídolos tremendos de nuestro tiempo: el dios dinero, el dios poder, el dios lujo, el dios lujuria. ¡Cuántos dioses entronizados en nuestro ambiente!”.

A pura publicidad populista, no erradicaron los males denunciados hace más de diez lustros por los obispos latinoamericanos; tampoco se superarán hoy así. Porque el desarrollo y la justicia en una sociedad –tal como lo reconoció la ONU en su momento– son indispensables para alcanzar y mantener la paz; a su vez, la justicia social no llegará si no ni hay paz ni seguridad. Habrá eso, cuando prevalezca el respeto irrestricto de los derechos humanos y las libertades fundamentales. No es posible pretender garantizar determinados derechos, a costa de sacrificar otros igualmente importantes. La historia salvadoreña es rica en enseñanzas al respecto.

Pero hay otra historia que nos quieren vender. Desde hace un año, parece, circula en redes sociales algo que su autor –un tal Wilson Valencia– tituló “La película, basada en hechos reales”. “Es la historia ‒se escucha una voz‒ de un niño que caminaba las calles de aquí, del centro de San Salvador, con su papá”. Esa voz es la del presidente de nuestro país. Valencia pregunta: “¿Crees que Dios puso a Nayib Bukele como gobernante y hombre justo para ayudar a El Salvador y, en un futuro, a más países?” Se trata, asegura, de “una historia que cautivará a todos los países y dará al mundo una pequeña esperanza”. “Imposible no llorar con este hermoso testimonio del gran poder de Dios”, reza un comentario.

Triste realidad la nuestra, si seguimos creyendo que nos salvará alguna deidad omnipotente de estas; así prolongaremos la revolcada nacional en el mismo lodazal de violencia e injusticia social. Más allá de coroneles y comandantes guerrilleros, de bachilleres y otros mercaderes de la politiquería, hay una historia que nos debe inspirar: la del sufrimiento de las mayorías populares para comenzar a creer en el poder de estas ‒unidas y organizadas‒ en aras de enfrentar y derrotar la “vivianada” ahora bendecida.