El de Katya Miranda es, seguramente, el caso más emblemático de violencia sexual ejercida contra la niñez durante la posguerra. Acababa de cumplir nueve años cuando, el 4 de abril de 1990, fue violada y asesinada. Nunca se supo y continúa sin saberse, más allá de las especulaciones, quién fue el responsable directo de semejante atrocidad; pero sí quedó claro que esta ocurrió en un entorno de complicidad familiar, dentro del cual destacaba la presencia de dos oficiales castrenses activos: el padre y un tío de la pequeña inmolada. Además estaba Godofredo Miranda, también tío de esta y exmilitar que fungía como segundo al mando de la investigación criminal dentro de una Policía Nacional Civil que ‒nacida de los acuerdos que posibilitaron dejar atrás la guerra‒ fue manoseada desde su surgimiento y hasta la fecha lo sigue siendo quizás de peor manera.

La impunidad que cobijó a dichos agentes estatales contribuyó, desde entonces hasta estos días, a que continuaran produciéndose hechos similares o peores con víctimas idénticas o mayormente ultrajadas. La falta de investigación seria y profesional junto a la consiguiente ausencia de castigos ejemplarizantes, resulta ser un buen estiércol –léase abono– para que esas barbaridades se propaguen. Así, el evento más reciente es el de la preadolescente violada por un sargento en Mizata, cantón del municipio de Teotepeque en el departamento de la Libertad, quien contó con el concurso de cinco soldados como cómplices necesarios. Ojo: el evento más reciente conocido masivamente.

Todo apunta a que la intención oficial inicial era encubrir a estos depravados uniformados. Si eso fuese cierto, a final de cuentas debieron recular. La valentía de las víctimas, que no fue solo la más agraviada sino también sus acompañantes, junto a las denuncias ciudadanas y del periodismo independiente le cerraron las puertas a esa bajera “solución”. Al régimen no le quedó más que admitir lo que había ocurrido; eso sí, intentado sacarle raja política al repudiable episodio en el marco de un escenario nacional en el que la apuesta de Nayib Bukele está clara: la milicia es y será su principal instrumento para ejercer un férreo control social, de cara a la problematización aún mayor de la situación de nuestras mayorías populares.

La violación de la impúber tuvo lugar el recién pasado sábado 23 de septiembre. Mientras se consumaba, los secuaces del autor material –alimaña con grado militar– golpearon a quienes andaban con ella. Asimismo, amenazaron al grupo con el régimen de excepción. Para eso está sirviendo el mismo, decretado hace 18 meses: para amedrentar e inmovilizar a la población víctima de sus atropellos.

Casi cinco días después, el jueves 28, la diputada Suecy Callejas –vicepresidenta de la Asamblea Legislativa– soltaba su lengua para afirmar prepotente que las revelaciones sobre esta infamia eran “chismes”. Estos –aseguró con un lenguaje más que enredado la “destacada” integrante del partido Nuevas Ideas– “tienden a ser precisamente eso y lo que sale que no es una fuente oficial, que no sale con informe, muy difícil que lo que de verdad está sucediendo lo podamos saber desde lo que alguien más, un tercero [sic], cuarta o quinta persona esté contando”. Quien “contó” casi inmediatamente lo ocurrido a través de las llamadas redes sociales fue Marvin Reyes; este, siendo dirigente del Movimiento de Trabajadores de la Policía Nacional Civil, debe tener fuentes privilegiadas y creíbles dentro de la corporación.

Al resultar cierta dicha denuncia, la diputada Callejas tuvo que tragarse sus palabras. Pero como “Jalisco nunca pierde y cuando pierde arrebata”, ahora la versión oficialista de esta infamia –violación, golpes, amenazas, intentos fallidos por ocultar todo...– es cínica y descarada. Casi dicen que, de la mano y bajo la inspiración de Bukele, a diferencia del pasado ahora la institucionalidad funciona y la impunidad quedó atrás.

Recuerdo que hace casi 40 años condenaron a los guardias nacionales que, iniciando diciembre de 1980, violaron y asesinaron a cuatro religiosas estadounidenses. Eso que presentó el régimen de la época como un éxito de la justicia salvadoreña, no fue más que el resultado de la presión ejercida desde el país del norte de América. Pero nunca se investigó, procesó y condenó a sus jefes, quienes impulsaban la estrategia de represión y terror contra la población. Por ello, en lugar de mejorar, las cosas empeoraron terriblemente hasta llegar al estallido bélico.

Aprendamos, pues, de las lecciones derivadas de ambas salvajadas: si no hay presión, nunca habrá solución. Pero la segunda llegará realmente solo si la primera es desplegada por una población organizada y decidida a lograr el cumplimiento del objetivo más importante del Acuerdo de Ginebra, firmado el 4 de abril de 1990: garantizar el respeto irrestricto de los derechos humanos.