Quizá uno de los problemas más grandes para las sociedades sea la incapacidad de algunos de sus miembros de reconocer las condiciones en las que viven otras personas. Hay algunos que viven en una burbuja en la que el resto no puede entrar y lo más peligroso es la burbuja en la que viven quiénes tienen el poder para la toma de decisiones. Y cuando digo quienes toman decisiones no solo me refiero a funcionarios sino también a aquellas personas por las cuales la población nunca votó, pero terminan decidiendo el destino de toda la sociedad y que suelen ser los mismos independientemente del gobierno de turno.

Mientras algunos pocos, muy pocos, incluyendo el presidente, presumen de comer caviar, tres millones de personas no tienen el dinero para comer lo suficiente o incluso comer algo. Mientras algunos pocos, muy pocos, incluyendo el presidente se desplaza en una caravana con decenas de guardaespaldas o en helicóptero desde donde se burlan del tráfico que le toca vivir a los de abajo, la mayoría viaja en condiciones paupérrimas en un transporte público sumamente inseguro, que de público solo tiene el nombre.

Mientras algunos pocos, muy pocos, incluyendo al presidente, viajan al exterior en jets privados, la mayoría migra en condiciones inhumanas arriesgando su vida, con tal de encontrar mejores condiciones en otro país. Mientras algunos pocos, muy pocos, incluyendo al presidente les encanta alardear de cómo derrochan el dinero de otros, a través de apuestas como el bitcoin, con más de 200 millones de dólares provenientes de impuestos de toda la población, la gran mayoría tiene que andar prestando porque no alcanza para pagar los recibos de agua, luz o la medicina que hay que comprar porque no hay suficiente en los hospitales.

En el fondo de lo que hablo es de las desigualdades, pero también de la falta de empatía. Si quienes tienen el poder no viven, reconocen o simplemente no hacen de los problemas de las mayorías su prioridad, es casi imposible que se utilice todo el aparato del Estado en beneficio de la población.

En cambio, lo que se hace es concentrar todo el poder para asegurar que las condiciones de quiénes mandan mejoren, o en su defecto, no cambien, sin importar que se afecte el bienestar del resto de la población. Para ello utilizan un mecanismo que es de los más arraigados y normalizados en las sociedades: la corrupción.

Por ello no es de extrañar que en el más reciente informe de Transparencia Internacional sobre el Índice de Percepción de la Corrupción en el que dicho sea de paso El Salvador se percibe como más corrupto, se señala al país como uno de los casos a prestarle atención en 2022, por el riesgo de que se consolide una dictadura. Un lenguaje franco para momentos donde lo políticamente correcto es solo un mal eufemismo.

Y el costo de oportunidad para la sociedad es muy alto, no solo por el dinero que se roban a través de casos de corrupción, sino por todas las oportunidades que la ciudadanía pierde. Por ejemplo, si quienes tienen el poder están más preocupados en asegurar que sus actos de corrupción no se conozcan ni se investiguen, tendrán poco tiempo para dar respuestas a los problemas de educación, salud, vivienda, empleo, inseguridad, entre otros.

Pero, para que las cosas cambien la primera burbuja que hay que romper es la de nuestros privilegios, de la apatía, la del sálvese quien pueda o la de a mí que me importa.

Hoy en día hay personas que dicen estar preocupadas por lo que pasa en el país e incluso se muestran dispuestas a hacer alianzas poco usuales en pro de la democracia y la lucha contra la corrupción, pero no están dispuestas a ceder un poco de sus privilegios para que la mayoría sepa que en la democracia los dulces de las piñatas se pueden repartir mejor. Y eso es uno de los principales alimentos de los regímenes autoritarios, saber que quiénes abogan por cambios no siempre están dispuestos a ceder ni romper sus propias burbujas.