Si usted y su familia viven en la pobreza, sin oportunidades para mantener una calidad decente de vida; si todas las puertas se le cierran mientras sus hijas e hijos –como en la canción infantil– “piden pan” y “no les dan”, “piden queso” y les “dan hueso”; si subsiste en un escenario así, adonde la desesperación ya no es posibilidad sino realidad, y ya no aguanta; si pese a tanto sufrimiento y desasosiego no quiere terminar atrapado por las garras de la criminalidad organizada o delinquiendo por cuenta propia, ¿qué alternativas tiene para salir adelante aunque sea a gatas? Pues huir de esa infame realidad sin mirar atrás, es una posibilidad; pero tanto por sus elevados costos y enormes riesgos de un temerario trayecto como por las políticas migratorias estadounidenses demócratas y republicanas, a cuyo territorio apuntan los pasos de nuestra paisanada a pesar de todo, no toda la gente puede o se anima a agarrar sus bártulos y partir. La otra es ingresar al mundo de la informalidad laboral. Hablemos de esta última, pues.

La vigésimo primera Conferencia Internacional de Estadísticas del Trabajo, realizada en Ginebra en octubre del 2023, de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) definió la “ocupación informal” como“cualquier actividad de las personas para producir bienes o prestar servicios a cambio de remuneración o beneficios que en la legislación o en la práctica no esté cubierta por sistemas formales, como leyes comerciales, procedimientos para declarar actividades económicas, impuestos sobre la renta, legislación laboral y legislación en materia de seguridad social, que ofrezcan protección contra riesgos económicos y personales asociados con la ejecución de las actividades”.

“Nuestro” Banco Central de Reserva explica la economía informal, más sencilla y directamente. Se trata del “conjunto de actividades económicas desarrolladas por los trabajadores y las unidades productivas que no cumplen con las regulaciones previstas por el estado [sic] para el ejercicio de sus actividades”. Nayib Bukele, controlador absoluto del aparato gubernamental, desmontó la entidad encargada de generar estadísticas y censos cuyo origen se remontaba a 1881; esas funciones, se las endosó al citado ente financiero estatal y de su producción reciente extraje algunos datos pertinentes.

Según estos, la economía informal salvadoreña creció desde el 2014 hasta el 2019. En el primer año, su contribución al Producto Interno Bruto (PIB) sobrepasó los 4630 millones de dólares estadounidenses y en el segundo creció más de mil. Por la pandemia, en el 2020 su monto fue menor al de un quinquenio atrás; sin embargo, en el último trienio levantó vuelo superando nuevamente los 5000 millones. Con información de la misma fuente, se sabe que en el 2019 la “informalidad” le brindaba la oportunidad de trabajar –no siempre en buenas condiciones– a dos millones de personas y que en el marco de la pandemia esa cantidad bajó en más de 300 000; pero pasado dicho azote, esas ocupaciones ya fueron cubiertas.

Agréguese que un informe reciente de la OIT, titulado “Impulsando la productividad en América Latina”, da cuenta de algo realmente preocupante: nuestro paísse situó, en el 2021, entre los primeros lugares en cuanto a la proporción del empleo informal sobre la totalidad de la población trabajadora. Ocupó el tercero con un 69 %, abajo de Paraguay que lo superaba en tres décimas y de Guatemala que casi alcanzaba el 82.

Ese es el destino de una inmensa cantidad de compatriotas: la informalidad laboral, con todas sus desventajas antes señaladas; sobre todo en lo relativo al salario y la seguridad social, que incluye la problemática de las pensiones. Esta debería considerarse ya, en serio, una verdadera bomba de tiempo por esa enorme cantidad de gente que no cotizó en el pasado ni cotiza en el presente; también por el chanchullo que está haciendo Bukele con los fondos de las mismas y con la pensión básica, tanto para adultos mayores como para personas con discapacidad. La seguridad social –asegura la OIT– “es un derecho humano fundamental y un instrumento esencial para crear cohesión social”, contribuyendo así “a garantizar la paz social y la integración social”.Léase bien: ¡garantizar la paz social!

No podría finalizar esta columna sin comentar qué la motivó. Fueron las imágenes de una fuerza pública –bruta por obtusa y brutal por violenta– botándole desalmadamente la mercadería a mujeres y hombres de todas las edades en el microcosmos capitalino llamado “centro histórico”, para “embellecerlo” y negociarlo con inversionistas a favorecer sin importarel daño y el dolor reflejados en esos rostros que me recuerdan a Roque, pues son los de “los tristes más tristes del mundo”.