El presidente Bukele, al cumplir su cuarto año al frente del gobierno salvadoreño anunció una «guerra contra la corrupción». Nada nuevo. Desde su campaña presidencial acuñó la consigna «el dinero alcanza cuando nadie se lo roba», y en 2021, sostuvo que «[t]odos los corruptos irán a la cárcel, los del pasado, los del presente y los del futuro, así sean de nuestro mismo partido». El pasado 1 de junio, en Bukele afirmó que «[a]sí como hemos combatido frontalmente a las pandillas, con toda la fuerza del Estado [...] así también iniciaremos una guerra frontal contra la corrupción [...] vengan de donde vengan».

Esta declaración preocupa porque glorifica una estrategia de seguridad severamente cuestionada por las violaciones a derechos humanos, especialmente durante el régimen de excepción, y más bien parece tener un propósito proselitista, notificado en los albores de un proceso electoral en el que, para Bukele, resulta imperativo mostrarse como abanderado de la lucha anticorrupción, que evite que en su inminente campaña reelectoral, se le empañe por los casos en los que se le relaciona a él, a su familia y a su grupo político, con prácticas de corrupción. En ese marco, existen, al menos, cinco razones ponen en duda este anuncio presidencial.

1. Cooptación política de la justicia y de la independencia judicial. La corrupción «[...] sólo puede combatirse con un poder judicial independiente», pero en el país la justicia está doblegada al presidente y ha pedido toda independencia e imparcialidad. Nada impide que la persecución penal sea condescendiente con sus personas allegadas e implacable con sus adversarios políticos o económicos. Por complicidad, comodidad o miedo, la justicia obedece al presidente, lesionando mortalmente cualquier intento de combatir la corrupción.

2. Anulación de mecanismos de control. No existen instituciones ni órganos de Estado ajenos al control presidencial. Los mecanismos constitucionales dependen de fuerzas partidarias abrumadoramente obedientes que hacen que interpelaciones o comisiones especiales, funcionen únicamente con la oposición o cuando un funcionario/a han perdido el favor del mandatario. Del mismo modo, amparos, inconstitucionalidades y exhibiciones personales se aplican eficientemente contra adversarios políticos y son ineficaces o inexistentes con personas cercanas al presidente. Igual suerte ocurre con la Corte de Cuentas de la República, Instituto de Acceso a la Información Pública, Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos o el Instituto de Ética Gubernamental.

3. Supresión de mecanismos de acceso a la información pública. El Instituto de Acceso a la Información Pública se ha dedicado únicamente a avalar las extensísimas reservas de información de las carteras gubernamentales, especialmente contratos, licitaciones, avance de obras, gastos de las instituciones, ente otras. La regla general es la reserva informativa y la publicidad es la excepción.

4. Resistencia al escrutinio internacional. El gobierno ha tensionado relaciones con organismos internacionales que monitorean la protección de derechos humanos del país; ha dejado de asistir a audiencias públicas internacionales en diversas ocasiones y promueve sistemáticamente narrativas confrontativas contra estos organismos internacionales, especialmente cuando recibe cuestionamientos por violaciones de derechos humanos .

5. Estigmatización y persecución de la sociedad civil y de la prensa. Desde que inició su gestión, Bukele ha arremetido contra toda expresión de sociedad civil que le es incómoda por su labor de fiscalización, incluida la prensa que investiga y devela prácticas de corrupción.

En resumen, la «Guerra contra la Corrupción» de Bukele, anunciada desde su campaña electoral y el pasado 1 junio, es una promesa electoral incumplida: sus ofertas sobre el tema –CICES, eliminación de partida secreta, comisionado presidencial contra la corrupción– se han desechado o no se han concretado. Este anuncio no tiene nada de novedoso. Combatir la corrupción es algo más que un discurso y se requiere de políticas públicas respetuosas del orden constitucional, de los derechos humanos y, consecuentemente, del Estado de Derecho. Todo lo que se haga fuera de los cauces democráticos es otra falacia que ya hemos escuchado antes.