Miguel Huezo Mixco ha demostrado con contundencia que Salarrué no era ninguna pieza fundamental en la “política de cultura” del régimen de Maximiliano Hernández Martínez, militar y teósofo que gobernó el país férreamente durante 12 años y cinco meses, desde diciembre de 1931 hasta mayo de 1944. El autor de “Cuentos de barro” más bien se mantuvo a prudente distancia del movimiento vitalista fundado por don Alberto Masferrer (que propugnaba el “compromiso” del intelectual con la realidad política y social de su tiempo), sentó clara postura frente a los métodos violentos de lucha (lo que por principio le alejó de los movimientos de izquierda) y pasó años enteros luchando por obtener del poder un reconocimiento pecuniario a la altura de su valía.

La relación de Salarrué con Hernández Martínez puede medianamente reconstruirse leyendo las cartas que el escritor envió al dictador. Existen al menos tres (fechadas en 1939, 1940 y 1942, respectivamente) que de manera particular arrojan luz sobre el tipo de comunicación que tuvieron y la no menos reveladora forma en que Salarrué reclamaba por el trato que recibía de las autoridades. La conclusión, desde estos documentos, es inequívoca: en el caso del autor de “Catleya Luna”, su vinculación con el gobierno militar era precaria, fría y “tramitológica”, con ribetes de súplica y halago por parte del escritor cuando su situación familiar le orillaba a ello.

Como confió a Julio Enrique Ávila en una misiva de 1941, hablando de “la hora económica de mi vida”, Salarrué había obtenido del general Martínez la promesa de su apoyo en el lugar que eligiera para trabajar, pero, al enfrentar aquella promesa con los hechos, el resultado le era decepcionante: “Se me asigno (sic) un sueldo de ¢200. –lo que no duró sino dos o tres meses... Me rebajaron a cien colones el sueldo”, se queja, no sin antes expresar: “El general ha tenido buena voluntad pero no suficiente interés en lo que yo estaba haciendo”.

¿Puede acusarse a este hombre ninguneado de ser un “artífice” de cualquier política cultural de Estado? Ciertamente no. Salarrué se refiere, por si acaso, a un cargo de poca monta en el engranaje de la subsecretaría de Instrucción Pública, específicamente la dirección de la revista “Amatl”, publicación de efímera vida enfocada al magisterio nacional. Obligado a realizar otras labores que no le satisfacían, el escritor finalmente presentó su renuncia en enero de 1941, pues hasta ese extremo llegaron sus roces con el subsecretario José Andrés Orantes, un profesor de comercio y antiguo miembro del Ateneo que desde 1938 estaba al frente de la cartera de educación.

En su carta del 16 de julio de 1942, Salarrué se dirige a Hernández Martínez llamándole “Estimado amigo”, para después lamentarse con amargura de las decisiones del subsecretario, su jefe inmediato: “Estoy entendiendo que hay algo raro en usted para conmigo y es el hecho de que yo esté contra el señor Orantes, quien no está teniendo capacidad para estar en el puesto que ocupa. Este señor hizo lo que quiso con la revista que yo editaba para su gobierno y luego ha editado con mayores gastos otra revista menos útil y más aburrida”.

Salarrué, ingenuamente, trataba de dejar mal parado a un funcionario que era esencial dentro del gabinete del dictador. Esa batalla, por lo tanto, solo hubiera podido ganarla siendo una persona en verdad influyente. Y no lo era.