Ese difícil saber a ciencia cierta qué tipo de inquina personal —si llegaba a tal cosa— existía entre Salarrué y el entonces subsecretario de Instrucción Pública, José Andrés Orantes. El caso es que no pudieron trabajar en armonía. Miguel Huezo Mixco plantea que tal vez el descontento surgiera de un artículo de 1934 titulado “Una vacante”, en el que el autor de “Cuentos de cipotes” proponía crear un Ministerio de Bellas Artes y Propaganda Cultural (sic) para sustituir la mediocridad gubernamental imperante en estas áreas.

Aunque tal hipótesis no sea del todo gratuita, Orantes tenía pocas razones para sentirse aludido, un lustro después de aquellas críticas, por el agrio texto de Salarrué. Después de todo, de los cuatro titulares de Instrucción Pública que tuvo Hernández Martínez en sus casi trece años de gobierno, el último y más duradero fue Orantes. También fue, por cierto, el más exitoso. A él le precedieron dos funcionarios de muy modesto perfil —Benjamín Orozco (de diciembre de 1931 a julio de 1932) y Vicente Cortés Reales (que ocupó el cargo hasta febrero de 1935)— y un abogado de ambiciones nobles que sí puso manos a la obra para la ejecución de una reforma educativa integral, el Dr. David Rosales.

En este proceso de recuperar el protagonismo de la cartera de educación se hallaba Rosales cuando a su jefe, el general Martínez, se le ocurrió aspirar a un tercer periodo de gobierno ininterrumpido, socavando los clarísimos principios constitucionales entonces vigentes. Íntegro profesional del derecho, Rosales puso su renuncia irrevocable distanciándose del oficialismo. Así fue como en octubre de 1938 aquel José Andrés Orantes que a la sazón era miembro del Gabinete Psicopedagógico conformado por Rosales, pasó a encabezar el ramo.

La gestión de Orantes, a quien el general había conocido en el Ateneo, no solo dio continuidad a la reforma emprendida sino que la profundizó. Revisó los planes y programas educativos, adoptó herramientas de la enseñanza moderna para la primaria, creó el Departamento de Psicopedagogía, estableció novedosas formas de medición del aprendizaje y, en fin, promovió el diseño de la escuela positivista en nuestro país, apostándole a las ciencias. Si Salarrué pretendía disminuir ante el dictador Martínez los méritos del subsecretario de Instrucción Pública, afirmando sin más que no tenía “capacidad” para estar en el puesto que ocupaba, el intento estaba destinado al fracaso.

El escritor, para colmo, siempre en aquella carta de julio de 1942, convertía su frustración en impertinencia. “No estoy haciendo tonterías, le repito”, dice al general, “estoy sólo confiando en que usted es el que habrá de comprender con el tiempo que lo que le digo es la verdad. ¿Va usted también a decir que estoy loco? Si muchos lo han tenido a usted por tal con lo poco que de verdad han escuchado de sus labios”. (Muy poca gente, si es que hubo alguna aparte de Salarrué, habrá dirigido líneas semejantes al dictador, famoso por su circunspección).

Dos años antes, el 14 de abril de 1940, reciente todavía la suspensión del escritor de la dirección de la revista “Amatl”, la carta mecanografiada enviada al general es tal vez la mejor muestra de lo que Miguel Huezo Mixco necesita para demostrar que Salarrué no era ninguna “pieza clave en la política de cultura del martinato”; paradójicamente, el documento también ofrece datos a favor de la tesis de Rafael Lara Martínez sobre una cierta voluntad de sobar la leva del gobernante, si bien por comprensibles razones de sobrevivencia. Reproduciré aquí buena parte de esa reveladora carta la semana próxima.