Del puñado de cartas entre el escritor y el dictador que se conservan en el archivo Salarrué, la del 14 de abril de 1940 es sin duda la más reveladora. No consta que el general respondiera ni que la situación del autor de “Cuentos de cipotes” mejorara sustancialmente a partir de aquellas gestiones, a veces desesperadas.

Es evidente que Salarrué se consideraba a sí mismo exento de prudencias al momento de dirigirse a un hombre que era tan temido. Se tomaba libertades, bromeaba, lisonjeaba utilitariamente, articulaba extravagancias —como esa de autodenominarse “hombre de Estado” y exigir prerrogativas por ello— y se permitía críticas subjetivas sobre funcionarios que tenían un peso específico en el gabinete social del régimen. Este desparpajo, si se le contrasta con la hierática figura de Martínez, es digno de una novela. No cuesta imaginar al dictador leyendo semejantes misivas y pensando que aquel “colega teósofo” era un excéntrico al que debía tenerse en constante observación.

Carlos Cañas Dinarte ha hecho una pormenorizada reconstrucción de los diversos empleos públicos ejercidos por Salarrué durante el “martinato”, y en el repaso de todos ellos, como afirma Huezo Mixco, queda la sensación de una permanente incomodidad por parte del escritor, sea porque se le despreciaba salarialmente o porque, en definitiva, se hacía poco caso de las iniciativas que presentaba. Tal vez con el deseo de mantenerlo entretenido, luego se le permitió que trabajara en el plan de su querida Galería Nacional de Artes Plásticas, un proyecto cultural tan secundario que solo llegaría a concretarse 17 años después, en 1959, durante la administración de José María Lemus.

El final de la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez es muy conocido. Tras la sangrienta represión contra los alzados militares del 2 de abril de 1944, la sociedad civil organizada fue poco a poco sumando fuerzas hasta movilizar a grandes masas de estudiantes, obreros, sindicalistas, intelectuales, profesionales y empresarios en torno a la renuncia del general. Con el cese de operaciones del ferrocarril, el 2 de mayo, inició la “huelga de brazos caídos” que hizo comprender al tirano, ya tarde, que un país entero unido en la defensa de su libertad hace caer a los peores represores.

“No creo en la historia porque la historia la hacen los hombres”, dijo Martínez en su última alocución radial, al momento de anunciar su deposición el 9 de mayo de 1944, “y cada hombre tiene su pasión favorable o desfavorable. Yo no creo más que en una cosa: en mi conciencia, y esa conciencia me dice que he cumplido con mi deber”. (Telón piadoso).

Pero ¿qué diríamos de las pasiones y la conciencia de Salarrué como creador? ¿Fue fiel a ellas? Desde una perspectiva meramente artística, nada cabe reprocharle. A un escritor deberíamos exigírsele que escriba bien. Punto. Qué haga con su vida y sus convicciones personales es algo que a nosotros, como lectores, nos interesa solo por curiosidad.

El asunto se complejiza cuando el creador, asumiendo un rol de compromiso intelectual con determinados principios, ideas o virtudes, emite opiniones sobre la realidad humana y los acontecimientos de su tiempo. Únicamente en ese caso, y sin menoscabo de su labor artística, una persona se vuelve en cierta medida esclava de sus palabras, obligándose a actuar con una mínima coherencia. Desde ese ángulo, ¿fue completamente íntegro Salarrué? Aventuraré algunas consideraciones en la última entrega de esta serie de artículos