Salvador Salazar Arrué sobrevivió al “martinato” como artista. Una parte nada despreciable de su obra literaria y pictórica fue realizada en esa época. Pero en cuanto hombre de la cultura proclive a emitir juicios públicos, Salarrué empezó saludando con esperanza la llegada de Martínez al poder, luego hizo críticas a la política cultural de entonces y finalmente, tras padecer el ninguneo de la burocracia, terminó buscando la manera de sostener a su familia a través de cargos públicos de poca monta (administrativa y salarialmente hablando). Nada confirma la condición de “artífice” que Rafael Lara Martínez otorga a la presencia del escritor en el aparato estatal.

Salarrué fue, de hecho, un dependiente recurrente de los gobiernos posteriores a 1944. Entre las administraciones de Salvador Castaneda Castro y José María Lemus, específicamente de 1946 a 1958, fungió como Agregado Cultural de El Salvador en Nueva York. Mientras se fundaba la Dirección General de Bellas Artes en el gobierno de Óscar Osorio —no olvidemos que, en muchos sentidos, se trataba de una de las grandes iniciativas del escritor—, en 1959 se estrena también la actual Sala Nacional de Exposiciones, que recibe un impulso notable cuando en 1963 Salarrué asume la titularidad de la DGBA, ya durante el gobierno de Julio Adalberto Rivera.

“Yo soy un graduado en pobreza”, escribió a los 36 años el autor de “Cuentos de barro” en un diario capitalino. “He pasado la prueba y tengo mi doctorado... La libertad es más factible en la pobreza que en la opulencia”. Pero con el tiempo aprendió Salarrué, sin lirismos, que la necesidad material tampoco es libertad en sentido estricto. Se puede escribir con hambre un tiempo, pero no todo el tiempo, del mismo modo que resulta más arduo permanecer fiel a ciertos ideales cuando se tiene éxito, poder o riqueza. Él entendía las diferencias, pero teorizó sobre ellas —con afán reivindicativo, juvenil, brioso— hasta que la realidad empezó a golpearle groseramente.

“Mi respuesta a los patriotas”, el artículo de Salarrué más conocido, no puede leerse hoy con las urgencias que su autor ignoraba —como ha demostrado Miguel Huezo Mixco— ni desde la atalaya moral de las ideologías hoy en boga (indigenismos, feminismos, ecologismos, diversidades sexuales, etc.). Álvaro Rivera Larios califica de “típica hermenéutica de la sospecha” la labor emprendida por Lara Martínez en sus investigaciones sobre la dictadura, labor que Miguel, con menos sutileza, ha llamado “cacería de reputaciones”. Y es que bajo el apremio de ciertas narrativas actuales, seamos francos, no existe escritor ni intelectual libre de recelos.

Salarrué fue leal, en todo caso, a su mundo creador, siempre por encima de las tentaciones de lo provisional y de esos divisionismos que consideraba impuestos por una realidad “prosaica e insípida”. A las pocas perentoriedades políticas que él quiso someter a su mirada, en su día, les dedicó el espacio de un artículo de opinión. Más adelante, al verse rebasado, dejó de escribir en periódicos sobre esos temas. Y sí, es verdad, se acercó al poder, gestionó, medió por otros, aduló a su modo... No fue impoluto, angelical, como ese hombre “sin ambiciones” con que deseó identificarse en su momento para responder a los patriotismos tradicionales. Pero también es cierto que nunca dejó las fronteras de ese universal “Cuscatlán” que amaba con el alma:

“Sabed de una vez por todas que no tengo patria ni reconozco patria de nadie. Mi campo es más amplio que esa tajadita de absurdo que queréis darme. Mucho más amplio. Ni siquiera el mundo. Ni siquiera el cosmos...”.