El pueblo siempre cambia, lo que queda es el recuerdo. Los migrantes han brindado una arquitectura diferente. Aquellas casas paupérrimas ahora son casi edificios, son sueños hechos realidad. Es que ellos son los que habitan en mejores casas ¡Qué envidia de la buena! Ese pueblo está anclado en Ahuachapán.

De mano con mi esposa caminé por esas calles adoquinadas. Mi barrio parece un desierto, son pocas las personas con quienes las tertulias quedaban en capítulos, como novelas o series de Netflix. Me sentí un forastero en el lugar donde vagaba día y noche en mi bicicleta. Eran las 7 de la noche; sin embargo, sentí una sensación de olvido. Me sentí como fantasma que recorría las calles de ese pueblo donde crecí. Peor con esa mascarilla que cubre el rostro.
Quizá, el que habita en ese sitio conoce a todos los pueblerinos. Cuando se es turista esporádico es necesario hasta decir de quién es uno hijo. Para no parecer olvidado.

El billar estaba cerrado con un gran candado, en mi cabeza sentí golpear las bolas de ese juego. La iglesia colonial como atalaya vigila a cada habitante y al turista le dice: «Ven, sube a mis ruinas y aprende del pasado».

Un camión (pickup) Land Cruiser, modelo 78, esparce por las calles el aroma de un exquisito café de montaña. “En alguna finca han de estar cortando café”, expresó mi compañera de vida, mi esposa. Las fincas de café han vuelto a dar empleo, los cafetaleros están resurgiendo como ave Fénix. Cada pueblo debe de tener una fuente para salir adelante.

Parecía un mochilero, un desconocido que buscaba un hostal para pasar la noche. Dormí en paz, porque recordé todos los años en una sola noche. Dormí tranquilo porque hubo alguien que recordó mi pasado. Fue un aliciente, un elixir que te da energía para seguir viviendo.

Y, como dijo ese caminante y poeta español, Antonio Machado, “Al andar se hace el camino, y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”. Siempre vemos el pasado y el casete del recuerdo rebobina cada minuto que viví en ese mágico lugar.
Cada vez que vuelvo a ese pueblo, pareciera que hay un psicoanálisis; ya que, aunque no queramos, me recuerdo de mi familia, de mi madre, de mis amigos...

Cada ser humano puede irse al municipio más recóndito de este planeta; sin embargo, se lleva consigo una maleta llena de recuerdos, aventuras, vicisitudes, alegrías y derrotas. Sé que siempre volveré, en ese lugar yacerá mi cuerpo. Lugar en donde más de alguno me espera para iniciar las tertulias.

Volveré siempre cuando pueda, tal como dice la letra de una canción de Alux Nahual “Por eso vuelve, cuando puedas vuelve, yo te juro que te esperaré. Guárdame mi vida en un rincón...”. Quizá el pueblo sea diferente, pero de una forma u otra las huellas que deja cada habitante son eternas.

El pueblo siempre sabe quién le ronda. Tacuba o Tacupan (patio o campo de juego de pelota), es vigilada por una montaña que tiene figura de una doble v. El bosque El Imposible les manda a los pueblerinos brisas de montaña y de costa, la cual se divisa desde la cumbre. En ese pueblo se evidencia rostros indígenas. Ansiosamente preguntamos por fulanito, quien ya hace tiempo partió al más allá. Ni modo, platiquemos con los nuevos habitantes.

Es que todo cambia, de eso no hay duda. Cada casa, cada persona, cada susurrar del viento, de los pericos que pasan. Todo parece un deja vu. Aunque el ser humano exprese que ha aprendido a no recordar, siempre el corazón se acelera, alguna lágrima brotará al volver a ese lugar que te marcó la vida. Y, para sellar la crónica del viaje, el camposanto te brinda una despedida agridulce. «He aprendido a no recordar». José Hierro.