Julio fue un mes fatal para nuestra máxima casa de estudios superiores durante la administración dictatorial de Arturo Armando Molina. Caracterizada por haber sido impuesta mediante un monumental y descarado fraude electoral consumado el domingo 20 de febrero de 1972, a lo largo de la misma se incrementó el terrorismo de Estado y la Universidad de El Salvador (UES) fue uno de los objetivos preferidos y más castigados por dicha política criminal. A pocos días de su ilegal e inmerecida irrupción en las instalaciones de Casa Presidencial, este coronel ‒hasta entonces casi un desconocido, que demostró no ser ni “ilustre” ni “perfecto”‒ echó mano del resto de los poderes gubernamentales que controlaba y de las tropas que comandaba para justificar “formalmente” la profanación violenta del campus, que reabrió sus puertas a la comunidad académica hasta inicios de 1974 con la vejatoria presencia de “policías universitarios” en su interior: aquellos conocidos como “verdes” o “grises”, según fuese el color de sus uniformes.

Este evento nefasto, arbitrario, del todo condenable y concertado entre entidades públicas y privadas, fue el “viento” que entonces sopló fuerte anunciando la sangrienta “tempestad” que se avecinaba a lo largo de los siguientes años para azotar sin tregua mi alma mater. Así, el 25 de julio de 1975, recién concluido el concurso Miss Universo ‒burdo espectáculo montado por el régimen para ocultarle al país y al mundo lo que realmente ocurría en el territorio nacional‒ el Centro Universitario de Occidente fue allanado por fuerzas represivas con el pretexto de evitar la realización de un “desfile bufo”. Esa acción violenta generó una lógica y casi inmediata reacción: la manifestación de repudio que el miércoles 30 de julio, a tempranas horas de la tarde, salió de la sede principal de la UES para terminar siendo masacrada más adelante.

Mentiría si dijera que soy sobreviviente de esa atrocidad perpetrada contra una legítima protesta estudiantil y popular. No participé en la misma; un compromiso previamente asumido me lo impidió. Sin embargo, no tardó en presentarse la oportunidad para reivindicarme de alguna manera. El domingo 3 de agosto me tocó estar ante decenas de miles de personas; no podía desaprovechar esa “puesta en escena” irrepetible, para dejar sentadas mi rabia por lo ocurrido y mi repulsión hacia sus responsables. Casualidades de la vida, quizás; el caso es que el equipo de fútbol en el cual militaba entonces, dentro de la llamada “Liga de ascenso”, abriría la jornada cuyo encuentro estelar sería el de las selecciones salvadoreña y costarricense, en el marco de la eliminatoria para asistir a los Juegos Olímpicos de 1976 en Montreal.

“Estudiantes de derecho” se llamaba nuestro plantel, pues estaba integrado únicamente por alumnos de la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales de la UES. Ese dato les dará una idea de la “calidad” de nuestro desempeño en las canchas. En esa jornada iniciábamos la segunda vuelta del campeonato, ocupando el último lugar en la tabla de posiciones; apenas habíamos acumulado, en nueve partidos, un punto a nuestro favor y nos enfrentábamos al líder: el “Quequeisque Fútbol Club”.

Yo era el portero y vestía todo de negro. Además, llevé gruesos brazaletes del mismo color que destacaban en las mangas de las camisetas amarillas de mis compañeros; a estos les propuse ingresar a la cancha, saludar a la “noble afición” y retirarnos. Lo último no me lo aceptaron. Lógico: querían “lucirse” en un Estadio “Flor Blanca” abarrotado por un público que nunca, nunca, habríamos podido juntar ni sumando todas las asistencias de nuestras “barras” durante varios campeonatos seguidos. Logré que aceptarán completar el primer tiempo y no salir a la cancha durante el segundo, lo cual no cumplieron pues por primera vez en todo el torneo habíamos metido un gol e íbamos ganando.

Al final, como siempre, perdimos en el terreno de juego. Pero ganamos mucho, muchísimo, en el de la política. Hasta la fecha sigo escuchando retumbar en mis oídos aquella sonora, creativa y combativa consigna coreada sobre todo desde los graderíos populares de “Sol”: “Gorilas hijos de puta, ¡los estudiantes somos vergones!”. Ese espontáneo y generalizado cántico de hace 47 años, producto de la indignación legítima de la gente ante la barbarie del oficialismo de entonces, tarde o temprano deberá ser entonado con fuerza nuevamente. Ese u otros... El caso es que la rebeldía estudiantil ante la injusticia debe resurgir, más allá del rastrero proceder de unas autoridades universitarias cómplices ‒por acción u omisión‒ de los atropellos del oficialismo actual. Así sí, sin duda... ¡me gustan las y los estudiantes!