Ahí se encuentra la justicia en nuestro país: lamentable y peligrosamente postergada en el olvido. Basta con volver la vista casi un siglo atrás, hasta enero y julio de 1932, para comprobarlo. Durante el primero de esos meses se persiguió, asesinó y desapareció a innumerables personas. Se asegura que fueron alrededor de 30 mil víctimas. Quién sabe si tal cifra sea cierta; esas cuentas dolorosas casi siempre son engañosas. Probablemente la cantidad haya sido superior al no haber forma de denunciar tan terribles hechos por parte de la población indígena y campesina agraviada; además, existía una decisión oficial: tergiversarlos atribuyendo su origen a un “alzamiento comunista”.

Con semejante barbarie arrancó la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez, quien había tomado el poder apenas un mes antes tras un golpe de Estado consumado iniciando diciembre. Y en julio del mismo año de la matanza fue aprobada una amnistía para premiar a los victimarios y, obviamente, castigar a sus víctimas. Así se impuso la impunidad sobre la justicia, lo que continúa hasta el presente.
Con el paso del tiempo, el tirano ejerció el poder con mano de hierro. Después de su caída en mayo de 1944, luego de haberse reelegido fraudulentamente en 1939 e intentarlo sin éxito de nuevo un quinquenio después, se sucedieron uno tras otro Gobiernos presididos por militares.

El último de ellos, el general Carlos Humberto Romero, fue derrocado en octubre de 1979. A este le siguieron tres juntas –entre comillas “revolucionarias”- y un presidente provisional que entregó el cargo a Napoleón Duarte, primer civil electo en las urnas cuando la guerra entre los ejércitos del régimen y la insurgencia tenía más de tres años de haber estallado.

Once años duró ese enfrentamiento armado, pero no fue a partir del mismo que comenzó el cometimiento de graves violaciones de derechos humanos y delitos contra la humanidad. Las ejecuciones, detenciones arbitrarias. torturas y desapariciones forzadas atribuidas a agentes estatales, así como los hechos de violencia ejecutados por la guerrilla venían de más atrás. Desde los tiempos de Hernández Martínez por parte de sus esbirros; de 1971 en adelante por parte de las iniciales y entonces incipientes agrupaciones rebeldes. Los crímenes de guerra se cometieron, lógicamente, en medio del conflicto bélico. Pero al finalizar este, dentro de los acuerdos logrados para ello brillaba con luz propia lo que sus firmantes establecieron como un compromiso sumamente esperanzador: superar la impunidad, empezando por procesar a los responsables de los casos incluidos en el informe público de la Comisión de la Verdad.

Sin embargo, cinco días después de la presentación de este decidieron amnistiar a quienes debieron ser investigados, enjuiciados y sancionados. Hicieron lo contrario, pues, a lo establecido en el acuerdo de Chapultepec: fortalecieron la impunidad. Impunidad que ahora le está sirviendo a Nayib Bukele para tomar, como en el “martiniato”, el peligroso camino sin retorno del autoritarismo represivo en perjuicio de la población. A estas alturas ya hay personas detenidas arbitrariamente, torturadas y fallecidas. Ese es el trayecto recorrido que se empeoró progresivamente durante las administraciones militares, sobre todo a partir de la presidida por el coronel Arturo Armando Molina, y nos condujo hasta la guerra. Si Bukele se está pareciendo cada vez más a Molina no es solo por haber traído ambos el concurso Miss Universo al país; lo es, principalmente, por su forma déspota y populista de gobernar.

En tiempos de Molina el ejército era el bastión para sostener al régimen y eso también ocurre actualmente. En tiempos de Molina se promocionaba oficialmente a El Salvador como “el país de la sonrisa”, escondiendo lo macabro detrás de la misma; ahora también. En tiempos de Molina se tensionaron más las condiciones para el estallido social debido a la “definición”, la “decisión” y la “firmeza” presidenciales que es lo que parece estar pasando en la actualidad, también para mal. En tiempos de Molina el sistema judicial -siempre secuestrado- estuvo al servicio de los intereses de los poderes, tanto del formal como del real; es lo que también hoy está pasando.

La justicia en El Salvador, como antes, sigue habitando en el olvido para la población víctima de los desmanes autoritarios de quienes jalonean a su favor las riendas institucionales. No es esta ni un derecho vigente ni un servicio para las mayorías populares. Sigue siendo una utopía, una esperanza. Pero -como bien dijo Lanssiers- “quien vive de la esperanza, muere en ayunas. Y los padres de la patria tendrían que percatarse de lo obvio: cuando el pueblo pierde la ilusión de poder cambiar las cosas a largo plazo, tiene la tentación de cambiarlas de inmediato”. De inmediato y violentamente como ha pasado acá. Nuestra historia lo corrobora.