Han transcurrido dos años desde que el bitcóin se convirtió en moneda de curso legal en El Salvador. Es indudable que en este período varias personas se han beneficiado de esta medida. En primer lugar, encontramos a los propietarios de Chivo S.A. de C.V., creadores de la Chivo Wallet, quienes han establecido una red de cajeros en todo el territorio, aprovechando al Estado salvadoreño como socio tonto que asume los costos y riesgos asociados a la inversión. También podemos mencionar a los intermediarios de las operaciones de compra y venta de bitcóin, que seguramente han obtenido jugosas comisiones por dichas transacciones. En este mismo grupo, se incluyen los “inversores” en criptomonedas que ahora forman parte de la burocracia estatal, desempeñando roles en la Oficina Nacional del Bitcóin, que además de inaugurar embajadas bitcóin, cuentan con una plataforma diplomática para promover sus negocios e intereses particulares.

Además, debemos mencionar a todas aquellas personas que han utilizado a El Salvador como un paraíso para lavar criptoactivos de origen ilícito. Tampoco se puede pasar por alto a los diputados y diputadas de la bancada oficialista, quienes seguramente se vieron beneficiados con el agradecimiento del presidente por aprobar una ley de tal magnitud de manera expedita, sin permitir ningún tipo de debate técnico ni dar oportunidad a la participación de la ciudadanía. Por supuesto, el presidente y sus funcionarios han recibido reconocimiento y honores al ser unos “visionarios” dispuestos a arriesgar recursos públicos en un activo especulativo y volátil, que en tan solo dos años ha perdido más de la mitad de su valor.

Lamentablemente, más allá de ellos, no podemos individualizar a todas las personas beneficiadas por la implementación de la Ley Bitcóin. La opacidad permea incluso en la política pública más “innovadora” de este gobierno y casi toda la información relacionada ha sido declarada como reservada o inexistente por las instituciones públicas involucradas en la materia.

En contra posición hay un claro perdedor con la adopción del bitcóin: la ciudadanía salvadoreña.
A nivel individual se debe mencionar a las personas que confiando en esa promesa de prosperidad utilizaron sus ahorros para invertir en bitcóin o para enviar remesas a sus familiares, para luego enfrentarse a “fallas técnicas” de la billetera gubernamental que han derivado en denuncias por usurpación de identidad, congelamiento o incluso robo de fondos, sin que hasta la fecha hayan recibido respuesta por parte de la entidad dueña de la billetera ni del Estado salvadoreño.

Sin embargo, en el ámbito colectivo las pérdidas se han socializado. La propaganda gubernamental aseguró que con esta medida se atraería más inversión, fuentes de empleo e innovaciones que representarían oportunidades nuevas para la población. También se afirmó que la adopción masiva de esta “moneda” reduciría los costos de transacción, los gastos asociados al envío de remesas y fomentaría la inclusión financiera. Además, se prometió la construcción de una ciudad en el oriente del país, alimentada con energía geotérmica y con un aeropuerto cercano, financiada con las ganancias generadas por la compra y venta de criptomonedas. En dos años ha quedado claro que nada de eso se ha cumplido.

Pero la pérdida más grande que ha tenido que asumir cada salvadoreña y salvadoreño es la socialización de los costos de la implementación de la ley. A la fecha persiste la pregunta de cuántos recursos ha costado exactamente la adopción del bitcóin, la falta de transparencia impide tener certeza al respecto, pero con la poca información disponible se puede afirmar que más de USD200.0 millones de los y las contribuyentes salvadoreñas se ha destinado al financiamiento del Fideicomiso Bitcoin y el proyecto Cryptofriendly, sobre los cuales, dicho sea de paso, tampoco se tiene claridad de en qué consisten y cómo se han ejecutado. Además, esta medida incrementó el perfil de riesgo del país, encareciendo y dificultando el acceso al financiamiento internacional.

La adopción de Bitcoin nos enseña que, cuando las políticas públicas se diseñan en función de intereses particulares, el gran perdedor siempre será la ciudadanía, que pagará los costos y asumirá las pérdidas para que unos pocos puedan vanagloriarse y disfrutar de las ganancias.