El debate social sobre el aborto, para que tenga viabilidad, necesita partir de una base común. Si los que estamos a favor de proteger la vida intrauterina creemos en serio que los abortistas únicamente desean matar bebés, no avanzamos nada. Por el contrario, si quienes defienden el aborto como un “derecho” se convencen a sí mismos que los pro-vida realmente deseamos la muerte trágica de miles de mujeres, el diálogo se vuelve igualmente imposible. Acusarnos mutuamente de asesinos excluye toda posibilidad de entendimiento. De hecho, salvo casos muy, muy excepcionales, lo más seguro es que la gran mayoría estemos a favor de proteger la vida, entendiéndola como una realidad sobre cuyos detalles debe iniciar —al menos iniciar— la discusión.

Por eso es que la ciencia juega un rol fundamental en esta controversia. La estadística, por ejemplo, nos suministra números sobre casos complejos en salud materna, información valiosa si queremos reducir los fallecimientos de mujeres por abortos autoinducidos. Pero también existen las especialidades de la biología que nos permiten saber, sin lugar a dudas, cuándo inicia la vida humana. El problema entonces no es solo ofrecer datos, sino explicar por qué ciertos datos nos interesan más que otros.

Es aquí donde surge un problema de fondo, porque el orden en que compartimos cierta información, es decir, la jerarquía con que cada uno de nosotros evalúa los aportes científicos, equivale a privilegiar una forma de pensar (en este caso sobre el aborto). Y justamente esta forma de pensar, que nos predispone a calificar la importancia de los datos objetivos, es lo que en realidad defendemos cuando tomamos una postura.

¿Es verdad que muchas mujeres en Estados Unidos arriesgaban sus vidas provocándose abortos con ganchos de ropa? Por supuesto que sí. Pero colocar esa información por encima de otros hechos científicos, como el que marca el inicio de toda existencia humana, es una forma de inclinar la mesa a favor de la postura personal. Es exactamente lo que hicieron los jueces de Roe versus Wade en 1973: evadieron la pregunta sobre el origen de la vida —en la sentencia, literalmente, se dijeron incapaces de dar una opinión sobre ello—, pero luego descargaron todo su poder federal para legitimar la supresión de millones de vidas humanas en virtud de su sola ubicación espacial (dentro o fuera del vientre de la madre).

La redacción de Roe llega a ser tan profundamente acientífica, que entre otras afirmaciones declara al feto como “una potencia de vida humana” (sic). Hoy, medio siglo después, ningún genetista, biólogo celular o embriólogo puede leer esto sin sonreír. ¿Es que acaso hay argumento serio que niegue la existencia de una nueva entidad biológica, independiente de la madre, a partir de la unión entre los gametos femeninos y masculinos? No. Ese tipo de argumento nunca lo proveyó la ciencia, mucho menos en la actualidad. Y cuando se habla de los supuestos “atributos esenciales de la personalidad” —autoconciencia, sensibilidad, etc.—, se cae irremediablemente en una zona gris, porque ni siquiera hay consenso sobre qué debemos entender por “conciencia”.

Sin duda muchas mujeres en Estados Unidos van a seguir abortando. Ese fenómeno psicosocial, auspiciado por tantas instituciones en el mundo, no lo detendrá el fallo Dobbs. Pero es deseable que la anulación de Roe contribuya a un debate más honesto sobre la realidad de la vida humana.