No hay que parar de decirlo porque el tiempo, ese gran demiurgo, nos dará finalmente la razón: el bukelismo es una burbuja destinada a reventar. Y reventará —creámoslo— tarde o temprano. Así como el espejismo Funes, en el primer gobierno del FMLN, y el espejismo Saca, en el último de ARENA, estuvieron siempre abocados a ser descubiertos ante la opinión pública, del mismo modo llegará el momento en que la administración Bukele será exhibida en todo el “esplendor” del engaño mayúsculo, grotesco, aberrante, que ha sido para los salvadoreños. Y entonces, claro, será el llanto y el rechinar de dientes...

Por de pronto, sin embargo, el bukelismo está consiguiendo que mucha gente le siga “comprando” sus cuentos. Esa popularidad se deslava cada vez más, es cierto, pero lo hace a un ritmo poco favorable para la sobrevivencia de nuestra democracia, pues buena parte de la población se encuentra poco preparada para distinguir el trigo de la paja en ese voraz incendio de propaganda que le ahoga diariamente.

El bukelismo es un laboratorio de estropicios que descansa en una demagogia sin precedentes. Su avance en el desmontaje de las libertades y derechos ciudadanos se debe a la estructura de populismo digital que ha montado. Cada imagen, cada mensaje, cada spot está diseñado para hacer sentir, para remover los instintos básicos y no las ideas, para agitar emociones y no neuronas.

Bukele está lejos de ser un genio de la comunicación política, entre otras cosas porque no sabe hacer política. Y es imposible comunicar lo que no se realiza. Genial era Winston Churchill, por ejemplo, que conectaba con las emociones positivas del pueblo británico porque hacía política desprovista de bajeza, odio o estupidez. Los ingleses respondían a las acciones de un estadista enfocado en hacer su trabajo con efectividad y grandeza. Genio era Abraham Lincoln, comunicador consumado de una estrategia política caracterizada por la magnanimidad y el equilibrio. Rebosaba genialidad Nelson Mandela, promotor de la fraternidad en una nación desgarrada por la ignorancia y el racismo.

Por el contrario, evaluado fríamente desde la comunicación política, Nayib Bukele se encuentra en las antípodas del talento. Su equipo de venezolanos ha creado un “producto” que se adapta a las necesidades psicológicas de los consumidores, en lugar de confeccionar un líder con capacidad para elevar la cultura democrática de la gente. Y en la producción de este tipo de gobernante no se requieren genios del marketing: basta y sobra con maquillar a una persona que sepa endilgar culpas (reales o inventadas), prometa el paraíso hasta la náusea, encubra las partes más indecorosas de su administración y tenga el dinero suficiente —esto es clave— para pagar la millonaria estructura propagandística en que todo lo anterior se asienta.

Plantearé un símil extremo. Si los israelíes del siglo XXI padecieran el mismo analfabetismo democrático de los pueblos latinoamericanos, hasta un radical como Adolfo Hitler, con solo destinar prioritariamente los recursos públicos al apuntalamiento de su imagen, podría aspirar a ganar electoralmente ¡la alcaldía de Tel Aviv! La propaganda, a través del vértigo digital, consigue hoy alterar de tal modo el inconsciente colectivo, que solo las sociedades educadas en el más vigoroso civismo evitan ser víctimas del cinismo y la demagogia.

Por eso, porque el tiempo nos terminará dando la razón, hemos de repetir sin descanso lo que un día sucederá con el bukelismo: reventará de pura hinchazón, justo como esos globos que no por ser gigantescos son menos dignos de un pinchazo.