La administración Bukele ha desarrollado aceleradamente una extraña enfermedad de pronóstico reservado que puede llegar a estado terminal. Después del intenso tratamiento de choque aplicado en Chapultepec mediante los Acuerdos de Paz, este patógeno autoritario que se consideraba erradicado, ha brotado nuevamente con inusual virulencia desarrollando una infección despótica que ha contaminado a distintos órganos del Estado.

Esta grave afección es paralizante y tiene por origen la congénita deformación producida por la connivencia incestuosa del ejercicio de poder en un estrecho círculo familiar. Esto produce un purulento absceso en la médula del sistema político, ante la excesiva concentración de funciones que amenaza con colapsar la construcción democrática y que puede llevar al coma al país. Agotado el efecto del sedante la sociedad deberá valorar y decidir hasta dónde cortar el avance de esta perniciosa enfermedad.

El acelerado deterioro está llevando a la nación a una grave crisis de inseguridad multidimensional que trasciende el habitual problema criminal de las pandillas, con el que la población ha tenido que convivir por más de dos décadas, y que hoy se vuelve más complejo y sofisticado por el drama familiar ante la desesperada búsqueda de centenares de desaparecidos y la comprobada existencia de una red de cementerios clandestinos en todo el territorio nacional, crisis ante la cual el gobierno no demuestra tener planes efectivos. Esta crisis amenaza con perpetuarse a partir del presunto acuerdo del régimen con estos grupos criminales y por el espacio institucional del que gozan aprovechando la modernidad de la infraestructura (Cubos), donde en muchos casos la población sabe que son estos grupos quienes utilizan estas fachadas para facilitar su organización y consolidar su poder territorial.

Esta complejidad multidimensional también abarca la inseguridad alimentaria agravada por el retroceso en cerca de veinte puntos a nivel nacional, que vienen a profundizar la extrema pobreza en la que miles de familias se abaten y ya no pueden alcanzar a cubrir las necesidades básicas de sobrevivencia por: por el impacto mundial de la pandemia, el fracaso de la reactivación económica debido a la confrontación del régimen con los sectores productivos del país y la estampida de inversionistas, la creciente inflación del 6.2%, la severa caída de la inversión pública en 2021 -de una proyección de $1500 millones apenas el gobierno ejecutó $700 millones- y el recorte del 85% del FODES que terminó impactando a los agentes económicos en todos los municipios. El régimen pudo apuntalar al principio con medidas paliativas como canastas de alimentos y un subsidio económico, a estas alturas el despilfarro en áreas de publicidad y el millonario gasto en la fallida implementación del Bitcoin drenaron los recursos de asistencia social.

A este clima de inseguridad multidimensional suma la profunda crisis en las finanzas públicas, con la mayor deuda en la historia del país (más de $23,500 millones), disparada por la enfermiza adicción del régimen a endeudarse más. La gravedad se expresa en el dictamen negativo de las calificadoras de riesgo (Fitch Rating) derrumbando la calificación del piso de (B-) al sótano de “CCC”, solo comparable con la difícil situación de Etiopía. Esta ineludible realidad rompe la burbuja mediática de Bukele y del ministro de Hacienda, desnudando la falsedad de la supuesta recuperación y crecimiento económico del país que solo existe en la bonanza económica de las finanzas particulares de muchos de los funcionarios de gobierno y del círculo privilegiado de poder de algunos grandes empresarios que se benefician de las “oportunidades”. Esta descalificación, junto a la creciente posibilidad de impago gubernamental amenazan disparar las tasas de interés de todos los créditos de los salvadoreños ante la banca, arrastrando a la sociedad a una mayor crisis.

La inseguridad trasciende a la esfera política, jurídica y social, ante la impotencia del régimen de utilizar todo su poder para resolver los problemas del país limita el ejercicio constitucional de la libertad de expresión y prensa; persigue y obstaculiza el rol de las organizaciones civiles, bloquea el acceso a la información pública, espía y jaquea a través del uso ilegal de software a las voces críticas, persigue a quienes considera sus enemigos y encarcela a los opositores.

La historia del enfermo y de la enfermedad se sigue escribiendo.