La reciente crisis política económica y social de Sri Lanka obligó a renunciar al presidente y su gabinete, conminados por el “jaque mate” impuesto por multitudinarias movilizaciones populares, hastiadas por la profunda crisis económica que vive esa isla. Allá confluyen una mezcla de los devastadores efectos por las profundas y prolongadas secuelas de la pandemia de Covid19, así como la incapacidad gubernamental para gestionar una crisis que se les salió de control y que se complicó aún más por el arrollador conflicto bélico entre Rusia y Ucrania, fenómeno creciente que también arrastra irremisiblemente a Europa y al mundo, empujando a la mayor crisis energética y de falta de alimentos que padecerá la humanidad desde la Segunda Guerra Mundial.

Sri Lanka es la antigua Ceilán hasta su independencia en 1948, un territorio insular situado al sur de India en el Océano Índico, y cuya forma semeja a una lágrima. Tiene una población que ronda los veintidós millones de habitantes, un territorio de 65,610 km2, cercano al tamaño de Panamá y fue conocida también hace dos décadas por el conflicto interno con los insurgentes “Tamiles” (tigres de liberación).

El conflicto que actualmente puso en crisis su democracia tiene raíces en el descalabro de la industria turística que, confiada en las olas de su entorno marino, se desplomó con la pandemia, recrudeciéndose en marzo por una elevada inflación que condujo a la carestía de la canasta básica que, por cierto, tiene una elevada dependencia en la importación de alimentos. Se suman como ingredientes el elevado precio y escasez de combustibles, el nepotismo, los abusos y excesos del presidente, excesivo gasto corriente, mal manejo fiscal y un elevado endeudamiento público que llevo a la nación al colapso de impago el pasado mayo. La crisis en Sri Lanka es otro fuerte aviso a las naciones de los crecientes riesgos de inestabilidad derivados del complejo entorno por las recurrentes crisis globales, del castigo por la incapacidad de gestión y las exuberancias gubernamentales, además de estilos y métodos dictatoriales.

En nuestro país, lo que para algunos era tan solo el énfasis de un cargado estilo personal de gobierno, se convirtió en un grave retroceso democrático que hoy se consolida aceleradamente en una dictadura que ha copado los poderes e instituciones del Estado, restringe las libertades y amenaza perpetuarse al igual que el dictador Maximiliano Hernández Martínez, saltando las bardas constitucionales.

Más allá de la efervescencia social a través del derecho de organización, libertad de expresión y movilización debidamente canalizadas en los márgenes institucionales y democráticos establecidos, las próximas elecciones también son la oportunidad de evaluar el rumbo del país. En este sentido, más que “modernidad”, luces, colores y tecnología, el mayor reto que enfrenta el TSE es la constitucionalidad y la legalidad, el pleno ejercicio de la jurisdicción electoral, la transparencia de los procesos y programas del plan general de elecciones; ser el garante del derecho de vigilancia de los actores políticos en competencia regulados por la ley, la apertura anticipada a los diferentes mecanismos internacionales de observación y acompañamiento electoral especializado, el pleno acceso de los medios de comunicación para informar a la ciudadanía, la inclusión de instituciones de la sociedad experimentadas en la observación electoral e inexorablemente su independencia.

La posibilidad de recuperar el rumbo democrático de El Salvador únicamente es posible retomando el curso constitucional, construyendo frenos y contrapesos reales, bajo el estricto respeto de la institucionalidad y reforzando sin ambages el cumplimiento de la ruta trazada por Los Acuerdos de Paz.

Alcanzar este propósito depende de la capacidad y madurez para juntar una amplitud de fuerzas democráticas dispuestas a construir un programa mínimo en consenso, capaz de superar e incluir la diversidad de perspectivas ideológicas, subordinando los intereses particulares para construir un proyecto en unidad sobre el interés nacional, con un único fin: alcanzar un modelo básico de desarrollo con equidad, justicia social, ambientalmente sustentable, pleno respeto por los Derechos Humanos y con un firme compromiso con la transparencia; capaz de superar la polarización, odios y división impuestos a esta vulnerada sociedad. Solo así será posible desplegar la unidad de Nación, las capacidades productivas, la creatividad, el respeto y sobre todo construir el futuro.