Es el hijo de los dioses, me han dicho. Es la madrugada de un 24 de diciembre, todavía no hay ni antes ni después, pero la estrella se vislumbra brillando en el horizonte. La mujer camina por la playa tranquila, cansada si, con paso lento. Este día se ha despertado con cierto malestar en el bajo vientre, como que si la cabeza del niño o la niña hubiese bajado y ejerciera más presión. ¿Será que hoy será el día? Se preguntó. Su intuición le dice que sí.

El aire fresco de la mañana le remueve su manto, dejando aparecer una cabellera negra azabache, abundante, que baila al ritmo del viento. Es primeriza, y aunque en la clínica le han dicho que todo estará bien, no deja de sentirse ansiosa. Es domingo, piensa, el centro de salud estará cerrado o con los médicos enfiestados.

Cada día que se acerca a su fecha de parto, se siente más nerviosa con esa carga que lleva dentro, que cada día se vuelve más pesada. Regalo vida, y un certificado de muerte, se dice. Por alguna razón inespecífica, recuerda el día de la concepción. Era una noche estrellada, calurosa y sin viento. Una de esas típicas noches de marzo. Se había dejado llevar por aquel hombre, luego de una persecución de varios meses. José, se llamaba, pescador le decían en el pueblo.

Muchos años mayor que ella, le había endulzado el oído con promesas de una vida futura y confortable. Con cocina de gas le decía. Para que podás tortear sin tanta humazón, María. Y la María le creía, y la María le creyó. Jose, desapareció al día siguiente del segundo mes de pérdida, y ya no volvió. Desde entonces, cada mañana salía a caminar por la playa, para no escuchar los constantes reproches de su madre. Esas voces de reproche que retumbaban en su cabeza, día sí y día no. Se percato que el tiempo de caminar se había prolongado y que debía volver a casa. Tenia que cocinar para sus hermanos y hermanas, luego limpiar la cocina y barrer el patio.

La presión en su bajo vientre había aumentado al final de la caminata. Desde hacía días había comenzado a sentir endurecimientos indoloros de su panza, duraban poco, pero su frecuencia había aumentado recientemente. Es el hijo de los dioses, pensó, vendrá cuando tenga que venir. María, regresó a su casa. Su madre, Ana, la estaba esperando junto a la puerta. Su padre Joaquín, se había ido al amanecer a cuidar su milpa. Hoy te has tardado un poquito más, hija, le dijo su madre. Hay que apurarse con el desayuno de tus hermanos. Cúbrete la cabeza, por dios santo, no vayan a pensar en el pueblo que andas buscando marido para esa criatura. Siempre mujeres acusando a mujeres. Siempre las mujeres soliviantando a los hombres. ¿Qué culpa tenía ella del viento?. ¿Por qué no podía mostrar su cabello, sin incitar rumores ni pasiones?

Siempre se había mantenido indiferente al sexo del bebe, pero por un breve momento pensó, que si fuese niño tendría una vida mas fácil, menos complicada. El día se fue extendiendo, y la tarde llegó.

La presión del bajo vientre, de ser una simple sensación de pesadez, se acompañó de dolor, que a medida que pasaban las horas, aumentaba. Sus pasos se ralentizaban y el simple desplazamiento se complicaba. Ya entrada la noche, no quiso cenar. Solo de pensar en comida, le invocaba nauseas y arcadas. Notó que el estómago se le ponía duro con más frecuencia y comenzaba a acompañarse de cierta incomodidad y un dolor leve. Tenía temor de comentárselo a su madre, pues sabia las letanías que vendrían. En el fondo, no la quería incomodar. Como hubiese deseado poder estar sola e independiente en esos momentos, aunque comprendía que necesitaría ayuda llegado el momento.

Un poco antes de la medianoche, se despertó totalmente orinada, o eso pensó. Inmediatamente comenzó a sentir unos dolores intensos, que comenzaban en la espalda y descendían hasta el abdomen. Cada cinco minutos, aparecía el dolor. Con un grito despertó a su madre. El hijo de los dioses nacería en su casa, no había tiempo para ir a la clínica.