Voy a extrañar esta quietud y paz, dijo el hijo de los Dioses. María sintió de súbito una opresión en el pecho, sabía que la inminente salida de ella y su hijo del abrigo de su entorno, tanto familiar como físico, generaba angustia en ambos. El temor de la duda resurgió en ella.

Yo me acerco al mundo, desde su naturaleza, madre, dijo el hijo de los dioses. Y no sé si este mundo me acepta. En este mundo, hijo, nada perdura, todo se desvanece en constante evolución, contestó María. Los cambios son necesarios para crecer; permanecer estáticos nos vuelve cómodos, sin retos, sin ilusiones. La vida se nos vuelve aburrida y nos quedamos atrás. Este cambio de aires es necesario para ambos. Sí, comprendo madre, pero tengo miedo. Todo el mundo me dice que soy un niño raro, diferente, pero al final en este pequeño pueblo todos me conocen y, de alguna manera, me aceptan. Pero no sé cómome irá en una ciudad tan grande como San Salvador. Algunos niños me han dicho que en esa ciudad se observa un constante delirio de actividad, donde el bullicio de la multitud y el tráfico abrumador hace que todo se vea agitado y desordenado.

Le tengo miedo al infierno, madre. Y tengo el presentimiento que San Salvador será mi infierno.

Esperemos que no, hijo mío.

Una brisa marina ondulante acariciaba el atardecer. La marea estaba saliente, descubriendo una extensa y brillante playa morena, que reflejaba cálidos colores magentas mezclados con el celeste del cielo costero. El rumor lejano y perenne, sin principio ni final, anunciaba su grandeza, su majestad el poderoso océano. María y su hijo, daban su periódico paseo vespertino. El hijo de los dioses estaba por finalizar su sexto año escolar.

¡Despiértate niño!, gritó Ana. Tienen que estar listos. Rápido, que el bus para El Delirio pasará en una hora. ¡Vamos! ¡Alevantarse y bañarse! El día de partida comenzaba agitado, en el ambiente se percibía el olor a café recién preparado. El aroma ahumado y terroso de los frijoles se mezclaba con el olor a huevo fresco y ligeramente dulce, que se complementaba con el tostado de la tortilla. El desayuno estaba servido. Sin mirarse a los ojos por temor a confrontar el dolor de la partida, aquella familia se concentraba en desayunar el adiós.

Una vez llegaron a El Delirio, María y su hijo tomaron el autobús con rumbo a San Salvador. Con sus dos grandes ojos, abiertos al máximo para no perderse nada, el hijo de los diosesdisfrutaba el viento generado por la velocidad del automotor, así como el paisaje rural de oriente. El majestuoso Chaparrastique, con sus más de 2 mil metros de altura, humeaba ligeramente, como también llorando la pérdida de su dios. Después de casi cuatro horas de viaje, se acercaban a la gran metrópoli de San Salvador. Al llegar a la terminal de oriente, en el límite de Soyapango e Ilopango, el aire estaba impregnado de una mezcla de olores a comida, humo y combustible, mientras que el sonido constante de bocinas, sirenas y voces se fusionaba en un caótico concierto urbano. En medio de este tumulto, la gente se abríapaso entre vendedores ambulantes, motocicletas zigzagueantes y vendedores callejeros, creando un escenario vibrante, pero caótico. Ambos tomaron un taxi con rumbo a la Colonia San Benito. En su trayecto, calles estrechas y laberínticas se entrelazaban con ruidosos mercados callejeros, edificios altos que se alzaban como gigantes de concreto y acero, y una maraña de cables eléctricos colgaban sobre las aceras.

¿Cómo puede vivir así la gente? Se preguntó el hijo de los dioses. Su corazón compungido de angustia, arremetiendo aceleradamente, golpeando con fuerza y frenéticamente su pecho, le hacía saber que la vida en este lugar no sería fácil. Bien lo decía mi abuelo Joaquín, siempre parece imposible hasta que se hace, pensó. No quería angustiar a su madre con sus angustias y malos presentimientos, por lo que trató de distraersey apagar sus emociones con recuerdos. Recuerdos de su vida que ya no sería. Una sonrisa afloró y la expresión de su cara cambió. Había encontrado un método para apaciguar su alma...los recuerdos.