En la naturaleza, los hijos casi nunca tienen padre.

¡Bienvenidos! dijo el padre Casanellas, a los recién llegados. Pensé que ya no vendrían, agrego. El tráfico en San Salvador es espantoso, respondió María, y el taxi se demoró en un atascamiento a la salida de la terminal. Bueno, dijo el padre, ya están aquí, y es lo que cuenta. Venga, jovencito, le enseño sus aposentos. La casa de Santiago se ubicaba en la avenida la Capilla, contiguo a la embajada de Taiwán, herencia de familia, su cercana amistad con el arzobispo de San Salvador le había permitido de estar dispensado de sus funciones ministeriales, es decir, Santiago ya no administraba los sacramentos.

Santiago Casanellas, cura y jesuita retirado de profesión. Era un hombre complejo, de buen ver, se mantenía en buena condición física, a pesar de sus 64 años, gracias a su disciplina, casi obsesiva, hacia el ejercicio. El ejercicio, solía decir, debería de ser parte del recetario médico. No entiendo a esos médicos obesos que recetan antihipertensivos y dieta. Descendiente decatalanes, venidos de menos a más, su familia se había radicado en Santa Ana hacia dos siglos, donde prosperaron gracias al cultivo del café. Santiago, como le gustaba que le llamaran, ingreso a la orden jesuita en la década de los 70s apadrinado por el Padre Bernardo, rector del colegio jesuita de San Salvador. Un jesuita particular; no creía en el hombre, ni en la mujer, ni en el diablo, pero tampoco en Dios. Su fe, no muy fuerte originalmente, se desvanecía progresivamente a medida que adentraba en la lectura de filósofos como el griego Protágoras y el filósofo hindú Belatthaputta. Santiago era naturalista y seguidor del biólogo británico Huxley, y no creía en la existencia de cualquier forma de vida más allá de la muerte. Si creía en la religión, pero como un instrumento para mantener el orden social, aunque pensaba que manteniendo el orden se sacrificaba la evolución natural del ser humano, además de su felicidad. Santiago nunca había seguido el celibato de los religiosos, y opinaba que la monogamia no había evolucionado para aumentar las posibilidades de supervivencia de la progenie o protección de la mujer, sino como un instrumento para regular las relaciones y la estructura familiar.

El hijo de los Dioses se encontraba atónito, paralizado por aquel espectáculo magnificente. ¡Cuanto libro! exclamo, nunca había visto tantos libros juntos, agrego. ¡Me siento en Alejandría, padre!

El niño se encontraba ante la extensa biblioteca de Santiago, más de dos mil ejemplares extendidos de pared a pared en aquella su biblioteca. Era una habitación amplia y elegante, con sillones de cuero, que aportaban sofisticación y sensualidad al entorno e invitaban al silencio de la lectura. ¿Te gusta leer, hijo?le pregunto el cura. Le encanta, padre, se adelantó María a responder. Excelente, agrego Santiago. Pero no me llames padre, por favor María, llámame, Santiago, que la sotana ya la colgué desde hace mucho tiempo.

Aquel hombre se convirtió en poco tiempo en el preceptor del Hijo de los Dioses. Le enseño al niño en tres años lo que habrían tardado diez en enseñarle en el colegio de los Jesuitas, el llamado Externado de San Jose. Santiago hizo que el hijo de los Dioses estudiara la civilización en todas sus facetas; nutriéndolo con su experiencia, y guiándolo por el camino de la naturaleza, sin mucha religión y casi nada de iglesias. Pieza por pieza le fue desarmando los sentimientos humanos; le enseño política como disciplina, abordando su historia, y su relación con otras disciplinas, sin dejar de lado el estudio profundo del nuevo gobierno, recientemente instalado en el país, bajo el liderazgo de un joven audaz, ambicioso, y visionario, pero sin conocimiento histórico, con el agravante del rechazo a lecciones valiosas del pasado.

Santiago había comprendido, que aquel niño era un diamante en bruto. Se había comprometido a llevarlo de la mano, como a un hijo, ayudarlo a escribir en su piel, su historia. Ayudarlo a escuchar las voces que están dentro de cada letra. En cada página donde reposa el tiempo. El hijo de Dios absorbía con un hambre atroz todo aquel conocimiento y experiencia que le ofrecía Santiago, en el fondo sabía que su destino ya estaba marcado.