Lo que desde 2018 ocurre en Nicaragua, en lo político-social, es un auténtico ejercicio de laboratorio. El estallido social de abril de 2018 dejó claro que un núcleo de juventud ya no estaba dispuesto a continuar agachando la cabeza frente a un régimen que invocaba poses y frases del pasado, pero que en esencia estaba muy lejos de aquel 19 de julio de 1979.

Pero esta disposición de lo más fresco de la juventud nicaragüense logró arrastrar, mover y sacudir la conciencia de la ciudadanía y convirtió todo aquello en un despertar político inesperado. Al punto que Daniel Ortega hubo de sentarse, en un primer momento, con representantes del aglomerado social insubordinado.

Diversos factores de debilidad organizativa, de mal manejo de la trama comunicacional, de fragilidad en la propuesta política, entre otros aspectos, permitieron que el régimen recuperara la iniciativa, se hiciera con las calles, controlara las fuentes de desavenencia y trazara una línea asfixiante de represión selectiva que dura hasta la fecha. En apariencia el gobierno nicaragüense tiene a raya a todos los desafectos: están presos, se lograron ir de Nicaragua o han muerto por razones diversas. Y este cuadro es desolador. Sin embargo, el asunto es más complejo.

Esta estrategia de ‘todos son enemigos y a todos los someto’, no obstante ser efectiva en el corto plazo, es insostenible por mucho tiempo. Y es lógico, mientras más aprieta la soga, más espacio hay para generar una subterránea e inevitable insubordinación generalizada. Eso es a lo que apunta la situación en Nicaragua. Otro camino no tiene posibilidades de prosperar.

La represión selectiva ha sido precisa e incisiva, pero no puede tener un impacto demoledor en la nueva fase de resistencia política en la que se encuentra Nicaragua. Hasta ahora han fallado algunas cosas, pero no se han puesto en marcha otras. Que es lo que toca.

Daniel Ortega y su grupo de poder quisieran que ni una mosca se moviera, pero esta es una ilusión autoritaria que no resulta realista. Imponer el terror ayuda a cambiar el plazo a las explosiones sociales, pero no a evitarlas. El tiempo se le acaba al gobierno nicaragüense, está desmontando todos los posibles focos de resistencia, según su desequilibrado criterio de perseguidor compulsivo. Su delirio está alcanzando niveles surreales. Expulsar a las monjas de la orden religiosa creada por Teresa de Calcuta raya en lo paranoico.

La reciente mascarada electoral no le ha traído réditos políticos. Casi que no le sirvió para nada.

Si Róger Sánchez, el genial caricaturista nicaragüense, estuviera vivo, habría producido centenares de piezas creativas que estarían contribuyendo a ponerle humor político al amargo momento que se vive. Y Daniel Ortega sería objeto de toda clase de chanzas, no digamos la Chayo (Rosario) Murillo, consorte y aprendiz de bruja política, que en su enfebrecida alucinación se imagina que al faltar Ortega ella será la ungida.

Es imposible, por ahora, hablar de una fecha precisa para que la ‘cosa estalle’ en Nicaragua o para que Daniel Ortega ahueque el ala por razones de fin de jornada corpórea. Eso está en el limbo. En cambio, lo que sí puede señalarse como un hecho cierto es que la legitimidad de ese régimen está pulverizada. Su legalidad es de papel mantequilla. Y sus pulmones políticos están enfisémicos. ¿Eso quiere decir que hay que sentarse en el parque hasta que ya no pueda dar un paso más? No, eso sería ingenuo. El arte de hallar el camino es ahora la piedra de toque del asunto. El busilis de la práctica, como se dice.

En Centroamérica, en este momento, no solo el gobierno de Nicaragua presenta un cuadro de imposibilidad.
En Honduras, la prometedora esperanza (en el discurso, al menos) del gobierno encabezado por Xiomara Castro no termina de poner pie en tierra, y el reciente asesinato del hijo del expresidente Lobo y sus acompañantes pareciera ser una señal de que el narcotráfico está hablando en voz alta.

En Guatemala, la rémora corrupta no parece tener fin. En Panamá, las protestas por el alto costo de la vida no auguran estabilidad. En Costa Rica, que tiene al frente del gobierno a un ‘outsider’ del campo político tampoco parece dar pasos muy precisos.

¿Y en El Salvador? Ah, aquí las cosas caminan por la línea delgada de la incertidumbre y donde la guadaña económica podría dar sorpresas políticas.

Pero es en Nicaragua donde por ahora se ha acabado la cuerda de la institucionalidad política. Y lo que sobrevenga, dada la asfixia represiva actual, no puede anunciar más que una tormenta borrascosa.