Cuando los nazis enarbolaron la bandera de la supremacía aria tenían claridad de que ese ‘ideal’ era nada si no se materializaba en acciones concretas. De ahí que la invocación del ‘lebensraum’ (o espacio vital) y la persecución y aniquilación de los judíos y de otros disidentes constituyó el nervio de ese macabro proyecto político que puso al mundo patas arriba.

Vistos a la distancia, esos dos objetivos eran desquiciados, y sin embargo lograron avanzar e incluso el proyecto nazi pudo dotarse de una fuerte expresión de masas, increíble, si se considera el tejido espiritual e intelectual de Alemania de aquellos años antes de 1933.

Hasta Martin Heidegger (y no solo él), uno de los filones principales del pensamiento filosófico del siglo XX, sucumbió a aquel huracán político que no dejó títere con cabeza. La lectura cuidadosa de sus discursos y de sus cursos de esos años (además, los recién publicados ‘Cuadernos negros’ aportan pistas importantes) dan cuenta de hasta dónde esa pretensión de supremacía había calado en la sociedad alemana.

Pues bien, al examinar ese lapso histórico y contrastarlo con los episodios que ahora tienen lugar en Europa y en América, sobre todo, es posible encontrar líneas de continuidad que a veces se dejan de largo.

Los nazis fueron derrotados en lo militar, incluso en lo político, pero tal vez no en lo ideológico. Ese imaginario ha seguido vivo, muy vivo, después de 1945. Y si no, que lo digan los regímenes autoritarios padecidos desde esa época hasta la actualidad.

La deriva irresoluta del Partido Republicano con Donald Trump a la cabeza es parte de esta estela. Lo de Bolsonaro, en Brasil, no es menos. Esa virulenta emergencia de díscolos personajes en Argentina como Javier Milei tiene, de algún modo, vasos comunicantes con el imaginario nazi, que es heterogéneo, mutable y enmascarado. El hecho mismo de que es posible que el ‘grupo operativo’ que intentó asesinar a la vicepresidenta argentina, Cristina Fernández, se haya movido bajo la carpa de una de las versiones del neonazismo, estaría indicando esa vuelta a las andadas.

Tanto los nazis de primera generación (Hitler, Goebbels, Hess, Goering, Himmler, Bormann, Speer, Röhm, Heydrich, Eichmann...) como sus émulos desde 1945 hasta nuestros días en diversas partes del planeta, tienen en común algunas metodologías y simbologías. En América Latina el tema de la democracia para estos vectores contemporáneos de la disrupción no es punto vital. Lo mencionan quizás al paso o porque los acosan a preguntas sobre el tópico. Y es que sus hechos hablan por sí solos.

La vida en democracia (sin adjetivos) en realidad es problemática para los proyectos autoritarios de cualquier signo. Vox, en España, continúa avanzando, a la sombra del Partido Popular, pero su agenda explosiva y ‘anti’ lo que hace es torpedear los espacios de vida en democracia que han logrado construirse desde 1975.

Trump gestó al final de su gobierno una tentativa de quebrantamiento definitivo del ordenamiento institucional estadounidense, del que el asalto al Congreso norteamericano fue solo uno de sus puntos de apoyo. Los 4 años de su mandato están marcados por la búsqueda de ‘otro camino’, y en el que la democracia es víctima predilecta.

Los nazis entre 1933 y 1945 quisieron, intentaron y empujaron el relato de la Historia que solo atendía sus objetivos políticos. Con su preeminencia sobre la sociedad alemana ‘leyeron’ a conveniencia hechos y procesos, y trucaron y simplificaron versiones para lograr contar con una sola interpretación donde la Alemania Invencible e Indubitable aparecía como la coronación de un proceso donde el partido nazi resultaba ser el Gran Rector. Todos los que vencen (en la guerra o en la paz) se ven tentados a imponer su visión de la Historia, y es que en su relato no hay recovecos ni reacomodos ni zonas intermedias, no, solo una línea recta indetenible e invariable.

En realidad, es más fácil no ver a los lados ni arriba ni abajo y solo deslizarse sobre los rieles. Esos relatos de la Historia tienen, como se dice, caducidad garantizada, porque una cosa es un específico relato de la Historia y otra muy diferente los hechos y los procesos que en realidad han acontecido en la Historia, y que se pueden ignorar y tergiversar, pero no anular. Están ahí, siempre fulgurantes y ansiosos a la espera de la espátula de la investigación histórica. ¡Y de la literatura!

Por eso es tan saludable la lectura de una novela más o menos reciente de Éric Vuillard (‘El orden del día’), donde desde la literatura se exploran zonas de la Historia que los estudios rígidos a veces no logran aprehender.