“No podemos llamar vida a lo que perdura en el silencio: nosotros necesitamos la fe nos es indispensable la fraternidad unión silenciosa con las cosas que no alcanzan las palabras necesitamos una concentración fuerte y real del corazón reunir los cauces débiles que hacen un río fuerte”.

La anterior estrofa es parte del poema “Lo que perduramos en silencio”, del escritor croata Ernest Fiser, en el cual hace énfasis que al omitir actuaciones y pronunciamientos en favor del orden y respeto para una convivencia sana, quebrantamos los posibles fortalecimientos de fraternidad, coartando la proyección de desarrollo humano en sociedad.

Es en este contexto social que emergen diferentes posturas que aun con el mejor argumento siempre le precede un espacio vacío que es llenado con una justificación que se fragmenta y se guarda en una cajita rotulada con las palabras conveniencia y sobrevivencia. Historia permanente de los pueblos que han fundado su estructura en que es preferible les ocurra a otros y no a mí, sistema individualista y leonino que acorrala y presenta luces de progreso que tenuemente se disipan en el camino. So pena de que todo está interconectado como en las redes, el argumento se refuerza con la esperanza interna de que sean más los años de provecho que de los que sean auditados en negativo.

Y es que el silencio y la indiferencia son parientes muy cercanos, expertos en saber escuchar a la desesperación y a la angustia, observarlas planear por los más amenazadores nubarrones hasta verlas transformarse con ropajes de dolor profundo y calzarse de resentimiento; y que, cada paso que dan, suena como un clamor de justicia.

En una sociedad donde se han normalizado las cargas laborales, familiares, sociales, etc. Atropellos institucionales asimilados como la secuencia de una lotería de viveza humana, se convierte en un pulso colectivo la salud mental, que no ha sido prioridad, pero que denota la realidad de gran parte de la población que comprendió con una resiliencia mal aplicada a obviar lo que debía señalarse antes que se volviera una cotidianeidad e hiciera mella en el tejido social. Como cómplice eterno, el silencio. El mismo silencio donde nace la debilidad y cobardía, que obliga a evitar nombrar lo que realmente pasa y que es desvirtuado por distractores ilusorios. Pero que como el tiempo, va para adelante suceda lo que suceda, la realidad se impone. Encontrando flaquezas y divisiones, donde no hay cabida para el cuestionamiento y disensión, perdiendo de esta manera una real pertenencia y participación ciudadana.

Es el mismo silencio que podrá avergonzarnos por haber sido compañeros fieles de la indiferencia, pues ella también puede estar frente a nosotros en cualquier ocasión y no habrá resiliencia que contenga los legítimos requerimientos expresados y que el silencio ahogara como una neblina que inunda cualquier paisaje a nuestro pesar.

Verdaderamente necesitamos la fe, como lo dice el poeta Fiser, una inquebrantable fe de que no todo está perdido. Que hay también esperanza para una sociedad que no termina de sanar sus heridas. Reuniendo los cauces débiles que hacen un río fuerte, un río que contiene los sueños de una Nación que naveguen en el barco de la libertad.