Todos en la vida pasaremos momentos de sufrimiento por diversas causas, así que nadie está vacunado contra ese mal, el asunto no es cuanto sufre un ser humano sino como enfrentar ese momento con templanza e hidalguía. Ciertas personas se deprimen y se entregan por completo al mar de emociones que conduce a la confusión y a la desesperanza, lo cual puede concluir con graves frustraciones y hasta el suicidio ante la imposibilidad de poder resolver un asunto. Por el contrario, otras personas se lo toman con calma y hasta hacen chiste del sufrimiento, pero al final resultan con problemas de salud.

Evidentemente hay personas que tienen bien elevado el umbral del dolor producto del sufrimiento, uno de ellos fue Horacio Quiroga, quien nació el 31 de diciembre de 1878 a quien le tocó vivir una seria de tragedias que no cualquier ser humano las soporta sin volverse loco o esquizofrénico. Unos meses después de su nacimiento, su padre murió en un accidente de caza en el que se disparó a sí mismo por error. A pesar de esa desgracia, Horacio creció como un niño normal, derrochando talento por la investigación y la literatura, es decir que venía por parte de Dios con una gran habilidad para escribir.

Al cumplir los 17 años, vivió una vez mas otra tragedia ya que su padrastro se suicidó luego de quedar parcialmente paralizado a causa de una embolia cerebral, evento que dejó un gran vacío y una enorme incertidumbre el joven Horacio. Mas tarde inclinó su interés por el ciclismo y la mecánica, pero su amor por las letras y la investigación lo conducían a sentarse largas horas frente a una máquina de escribir. Cuando llego a los 19 años comenzó a publicar historias cortas. Lo cual lo catapultó al periodismo dando diversos aportes investigativos que impactaron a sus contemporáneos por su conciencia social.

Cundo llegó a la edad adulta, la tragedia visitó nuevamente la vida de Horacio, en esta ocasión mientras limpiaba un arma de fuego ajena, se le escapó un tiro que mató instantáneamente a su amigo Federico Ferrando por lo que fue encarcelado pero lo liberaron tras cuatro días en prisión, al confirmarse que se trató de un accidente. Unos años después de este infortunio, dos de los hermanos de Horacio habían muerto. Posteriormente a estos sucesos pudo vivir cómodamente desarrollando su talento como escritor, visitando la selva como misionero y enamorándose de una de sus estudiantes de la escuela británica, lo cual concluyó en el matrimonio.

Pero por la pasión y amor que tenía Horacio por la naturaleza, llevó a su familia a vivir en un terreno selvático que había adquirido, ahí también nacieron sus dos hijos. Indudablemente vivir lejos de la civilización fue una carga insuperable para Ana María, la esposa de Horacio. Por lo que decidió tomarse una fuerte dosis de sublimado corrosivo, un químico utilizado para revelar fotografías. La agonía de Ana María duró varios, en el momento del lecho de su muerte se arrepintió de haber ingerido el mortal liquido, ante el horror que vivía Horacio junto a sus hijos.

Para el año 1920, la vida de Horacio dio un giro positivo al publicar una serie de cuentos y novelas que más tarde serían consideradas como sus mejores obras, influyendo en el trabajo de muchos escritores latinoamericanos. Luego de siete años se volvió a casar con una joven de nombre María Elena Bravo y tuvieron una hija. Pero después de un tiempo se tuvo que separar, dado que la salud de Horacio se fue deteriorando, producto del cáncer de próstata terminal, luego de sufrir de unos intensos dolores por varios meses, decidió suicidarse en febrero de 1937.

Horacio murió en el hospital junto a un hombre con deformidades parecidas a las del famoso Joseph Merrick, este se encontraba encerrado en el sótano del nosocomio lejos de la vista de todos. Pero a pesar de su deformidad Horacio tuvo compasión de él pidiendo que fuera su compañero de cuarto. Indudablemente la vida de este hombre fue una tragedia, pero supo valor los momentos felices. Dios pide que no pongamos la mirada en la vida terrena ya que somos peregrinos.

Tal como lo dice Filipenses 3:20-21. “Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas”