Quizá lo más interesante de las elecciones de medio período en Estados Unidos sea que el anunciado arrollador resurgimiento de la fuerza trumpista, embozada en la bandera republicana, no ha sido todo lo espectacular que la mente enfebrecida de Donald Trump imaginaba. Sin embargo, esto no quiere decir que ese modo de acción política que enarbola el expresidente norteamericano sea ya irrelevante.

La próxima elección presidencial en Estados Unidos (dentro de dos años) será reñida, no por la novedad programática que pueda surgir desde las aceras demócrata o republicana, no, serán disputadas porque la gran potencia del norte no logra hacerse con un rumbo más o menos estable.

La reciente escena electoral brasileña, en uno de los países más grandes de América, deja sobre la mesa la siempre mal incomprendida importancia de la volatilidad a la hora de marcar banderas y candidatos. Nadie tiene garantizado nada. En Estados Unidos y en Brasil la idea de una aplanadora que por siempre aplastará al adversario es algo irreal.

Las elecciones nicaragüenses de hace unos días también deben considerarse con cuidado. Parece que ha habido un libre proceso electoral, pero en realidad ha tenido lugar una pelea con un solo boxeador en el ring. Y uno decrépito y encaprichado en permanecer en el trono a costa de todo. Lo de Nicaragua es un proceso político asfixiado que en cualquier momento podría estallar.

Por todos lados las elecciones dan cuenta —más que el hecho de designar ganadores y perdedores— acerca de la calidad de las prácticas políticas ciudadanas, que se ven arrastradas por cursos erráticos de partidos y de improvisadas estrellas de la real politik. Sin embargo, si se mira bien, las cosas siguen discurriendo como siempre. Las luces de lo novedoso rápido se apagan cuando toca la hora de hacer políticas públicas y entonces las máscaras comienzan a derretirse.

En Perú, por ejemplo, de nuevo otro presidente recién electo se mueve en la cuerda floja. Y si, como pretenden sus opositores, logran sacarlo y abortar su período presidencial, lo que sobrevendrá es más inestabilidad y quebranto institucional. Y todo, invocado por la fantasmagórica ‘voluntad del Pueblo’.

La activación de procesos electorales es sin duda un hecho beneficioso para cualquier sociedad. El asunto es cuando lo electoral se convierte en rehén de los trazos de poder de fuerzas (nuevas o viejas) que lo que menos les interesa es la vida en democracia. Y es esto lo que ahora está ocurriendo en el continente americano. Todos los factores de poder, de cualquier signo ideológico (y hay unos que niegan estar ‘marcados’) quieren tener a su disposición todos los ámbitos del poder estatal. Y dedican sus mejores energías en fagocitar todo aquello que facilite el control de todo.

Tal asunto, que quiere presentarse como una extraordinaria novedad, la verdad, es más viejo que la noche. Esas pretensiones absolutistas ya se ensayaron y, quizá no lo saben o no lo recuerdan, pero no funcionó. Esa película ya la vimos, y es aburrida.

La banalización de la experiencia electoral tiene un resultado peligroso: porque para controlarlo todo (en Rusia o en Nicaragua) hay que vulnerar la poca institucionalidad más o menos efectiva. Y eso, a la larga, lleva al desacato general. Y no se trata de un vaticinio, sino de sociología básica.

En los pequeños países periféricos, el asunto de unas prácticas electorales donde lo que importa no son los problemas reales que las personas concretas padecen, sino quién detenta las riendas de los ámbitos de poder, la pulverización de la pluralidad y de la administración del disenso lleva siempre a callejones sin salida.

En El Salvador ya está a la vista la próxima elección presidencial. Y dado el cuadro de cosas actual puede decirse que se trata de ficha cantada. Y es lógico si se considera la extraña mutación que ha tenido el sistema de partidos desde febrero de 2019. Aunque parece que ya está allanado el camino para el refill presidencial, lo cierto es que hay un cúmulo de obstáculos que no se podrán solventar y que podrían dar lugar a una larga crisis política. ¿A alguien le importa eso? Al parecer, no.

¿Es viable El Salvador? Quienes afirman que sí, pasan de largo por el hecho pétreo de que sin un programa de transformaciones (no de proyectos más o menos aislados y que no configuran escenarios) cualquier discurso es macerado por la realidad.

La próxima elección presidencial marcará un parteaguas en la vida nacional, no porque el seguro ganador carezca de aquiescencia ciudadana, sino porque el frágil andamiaje institucional quedará aherrojado, como instrumento fútil e inservible. De ahí que sea tan sugestivo el subtítulo del más reciente libro (‘La crisis de la democracia’) de Adam Przeworski: ‘¿A dónde puede llevarnos el desgaste institucional y la polarización?