En agosto del 2016, declarada inconstitucional la amnistía aprobada 23 años antes, al preguntarme sobre todo en el exterior dónde estaba la “izquierda” salvadoreña mi respuesta era: “Al fondo, a la derecha”. No faltaron malas miradas ni críticas abiertas o veladas ante lo que no poca gente consideraba esa una opinión temeraria, casi “hereje”. Luego, en diciembre, siendo alcalde municipal de San Salvador Nayib Bukele declaró que su “corazoncito” estaba “al lado izquierdo” y que nunca, jamás de los jamases, estarían en las filas de algún partido de “derecha” como el fundado por el mayor Roberto d’Aubuisson o el de la posterior disidencia de este; léase ARENA y GANA, respectivamente. Al final, Bukele terminó siendo candidato presidencial arropado bajo la bandera del segundo agrupamiento de muy nebuloso origen y cuestionable desempeño.

Eso bastaría para ilustrar lo manoseado y desteñido que hoy se encuentra acá el término que antes era sinónimo de lucha por, al menos, justicia y equidad. Pero no solo en nuestro país ha ocurrido eso. En la América Latina de hace unos años y de la actualidad, la reputación de las “izquierdas” partidistas y gobernantes no siempre ha sido la mejor en esa espesura política regional. Al igual que en El Salvador, le han fallado en gran medida a las mayorías populares y han propiciado ser castigadas por haberse burlado de sus esperanzas tras prometerles “tomar el paraíso por asalto”.

Pero no solo el discurso progresista ha resultado fallido; también el conservador. No importa la retórica ideológica que le vendan a la gente, hoy se despacha en las urnas a quienes terminan frustrándola al no resolver sus problemas más urgentes y emputándola cuando mira cómo –sin vergüenza– le meten sus manos corruptas al tesoro público. Vemos pues recientes comicios apretados en Perú u holgados en El Salvador, sin que se vaya más allá de las ofertas populistas de uno u otro signo; también cómo retornan partidos reciclados al poder formal o surgen “liderazgos” sin propuestas articuladas, comprensibles y –por tanto– valederas; asimismo, se mantienen regímenes dictatoriales impuestos mediante el asistencialismo, la represión o el fraude.

Es un juego truculento en el que hoy se gana la final y mañana se pelea el descenso, casi siempre por la mala; porque malas son las formas utilizadas para seducir y estafar a la población. Mientras tanto las realidades insufribles para el grueso de esta, siguen reinando en tan extensa porción continental. Y esa ha sido y continúa siendo nuestra historia nacional durante los treinta años transcurridos después de la guerra, en los que la confrontación pasó de las balas a los votos hasta llegar al estado comatoso en que se encuentran sus contendientes: la “izquierda” y la “derecha” partidistas tradicionales. Con abundantes e imperdonables burradas, le abrieron la puerta para que irrumpiera triunfante lo que impera ahora. Hay quienes opinan que salimos de las brasas para caer en las llamas.

Con todo el aparato estatal secuestrado por Bukele, rodeado por renegados “izquierdistas” y derechistas” para hacer y deshacer lo que ha querido con la institucionalidad, se plantea –junto con lo que ocurra en adelante– un escenario electoral ilegítimo e ilegal para dentro de año y medio, en el cual no existirán condiciones para que compita con posibilidades de éxito una oposición que, además, difícilmente tendría tiempo y recursos para agruparse. ¿Qué nos queda entonces a quienes no queremos que El Salvador vuelva a desbarrancarse? Desde mi visión y mi añeja experiencia política –ojo: la defensa de los derechos humanos es una acción política– lo que toca no es ser parte del montaje y la consumación de esa farsa sino retomar lo que hace décadas gritamos, aguerridamente, en las ciudades y el campo de esta nuestra comarca: “Electoreros... ¡al basurero!”. Ello, al menos en las actuales condiciones.

Así, en lugar de desgastarnos interviniendo en un juego del todo amañado a favor del oficialismo y desalentarnos con sus resultados, deberíamos comenzar a trabajar abajo y adentro para elaborar una plataforma programática tendiente a iniciar, desarrollar y consolidar el movimiento social necesario que se plante ante cualquier Gobierno reivindicando –precisamente– la defensa de sus derechos como parte de la lucha por hacer valer su dignidad. Echemos a la alcantarilla de nuestra historia a los “iluminados” para pasar de la indignación justa a la acción potente, pues resulta evidente que entre más tardemos más lo lamentaremos.