Nuestra condición humana nos permite experimentar tantas emociones como se nos sea posible según la sensibilidad y conciencia que poseamos. Ante las diferentes circunstancias de la vida, que muchas son como una brisa cálida y otras un intempestivo ventarrón, podemos advertir que queda una especie de resaca vivencial, que luego de un tiempo se transforma en experiencia; pero todo va al compás de nuestra conciencia y como lo va asimilando.

Tal vez no queramos verlo del modo que siempre estamos solos porque la soledad como tal, suele evocarse como aislamiento o desconexión social; pero lo cierto es que la conciencia individual percibe en la soledad misma de la contemplación y no en un pensamiento unificado aunque pueda mostrarse así en las sociedades, tal fuera el caso en la euforia por el deporte, creencia religiosa o política, por citar algunos ejemplos.

Es una paradoja en sí. Nacemos y morimos solos, pero se nos vive diciendo que la soledad no es buena compañía. Cierto es que el ser humano para su desarrollo social necesita compartir, comunicar ideas, crear vínculos familiares y amistades que van construyendo su estructura que no es más que el conjunto de andamios emocionales y afectivos que lo sustentan; pero que en alguna ocasión al inspeccionar dichos fundamentos podría parecer un símil de la expresión de la pintura el grito de Edvard Munch, al comprobar lo intangible y poco controlada que resulta la estructura si se sostiene enlazada y fuerte con los demás involucrados en los vínculos.

De allí cuando surgen desavenencias y rupturas, se pronuncian frases de reconstrucción emocional, de fortalezas y amor propio. Un espacio propio, con una potestad donde solo nosotros tenemos ese dominio y control que lo encontramos mejor en soledad que rodeado de mil voces que confunden y distraen.

Si, para todo hay un tiempo y lugar, pero sin la soledad no podríamos tener los filtros hermosos en nuestras vidas, como la claridad que se cuela de las ramas de los árboles en las tardes de verano donde el aire compensa y nos dice que el día acabó. De esa manera, en soledad, podemos apreciar lo que fue y lo que es, más no lo que será; cuidando de no explicarnos con sesgos heredados y no razonados la misma vida, que tampoco se construye de recompensas ni castigos urdidos entre los deseos y conformidades de la existencia tal cual.

Al oponernos o evitar la soledad, estamos negando un elemento intrínseco de la naturaleza humana; recordando a la vez que hay soledades no elegidas, sino dolorosamente aceptadas por ser el curso de las cosas que no detenemos. Bienvenida sea la soledad que desde el inicio ha estado con nosotros y que nos permite valorar, apreciar lo que ha estado en nuestras vidas, así como sanar aquello que no explicamos por qué sucedió. Bienvenida soledad que no ahoga sino que ayuda a reflexionar, bienvenida soledad que no abruma sino que va indicando camino con luz tenue sin poner amargura en el corazón, porque en cada paso nos muestra que volvemos a nosotros mismos en sus alas que nos cobija.