Centroamérica, a pesar de sus enormes potencialidades, en el corto plazo no parece tener garantizada su estabilidad. Está agujereada su institucionalidad de manera profunda en algunos de los territorios (léase, países) y sin eso los Estados son marionetas de toda clase de intereses. El caso de Honduras, con el expresidente Juan Orlando Hernández que guarda prisión en Estados Unidos por narcotráfico, puede dar la medida del deterioro existente.

Si antes, en la década de 1980, parecía que la realización de elecciones libres y limpias podría llevar a atemperar las tensiones, ahora en 2023 la realización de procesos electorales no garantiza casi nada. Este giro ha sido posible a dos circunstancias contradictorias: la primera, es el galopante descrédito de los partidos políticos y de su papel de mediación en la vida política y, la segunda, ha sido la astucia de los ‘nuevos operadores políticos’ que han visto en estas debilidades la rendija para medrar y alzase con el trofeo de los aparatos gubernamentales, en primer lugar, y después, cuando se puede, de toda la trama institucional del Estado.

El cuadro, en conjunto, es precario, y ya vistas las cosas por país, pues, aunque hay diferencias, es claro que hay ciertas tendencias que les son común a todos. La cuestión migratoria es una de esas tendencias que cruzan a todos los países. En unos casos como receptores de migrantes centroamericanos y en otras como expulsores.

Costa Rica, Belice y Panamá son receptores de población migrante centroamericana. Guatemala, El Salvador, Nicaragua y Honduras expulsan miles de personas cada año. Algunos van a los países receptores, pero la inmensa mayoría busca la frontera con Estados Unidos.

Y el grave incidente-incendio donde murieron 40 personas (18 guatemaltecos, 6 salvadoreños, 7 venezolanos, 6 hondureños y 1 colombiano; todos hombres que tenían entre 18 y 51 años) y donde también hubo 28 heridos (10 guatemaltecos, 8 hondureños, 5 salvadoreños y 5 venezolanos), por desidia y tal vez mala intención, que se hallaban en un centro de detención en Ciudad Juárez, muestra con claridad qué es lo que está ocurriendo.

Otro aspecto común, a los siete países centroamericanos, es el continuado debilitamiento de la vida en democracia. Y aquí hasta Costa Rica debe incluirse. El actual gobierno presidido por Rodrigo Chaves tiene los modales y algunos vocablos que lo emparentan con lo que está ocurriendo en los otros países, solo que tiene un problema que no puede (ni podrá) superar: los seguros institucionales en Costa Rica, por ahora, se mantienen en pie.

El caso de Belice es, en este terreno, bastante distinto. Su reciente antecedente colonial (aunque sigue vinculado a Gran Bretaña, en lo económico y también en lo político, puesto que forma parte de la Commonwealth) y su poca población lo sitúan en otra dimensión. Aunque el hecho de que cerca de 80 000 personas (de un total cercano a los 400 000) sean de origen salvadoreño, podría sugerir que hacia adelante se podría dar una importante ‘centroamericanización’ de Belice.

Pero son Guatemala, Nicaragua y El Salvador donde se presentan las características más claras de descomposición política por un intencionado debilitamiento institucional. Y donde pareciera que las cosas en la vida política van para peor. Además de que la economía renquea.

Guatemala celebrará elecciones el 25 de junio, para alcaldes y diputados y también se celebrará la elección presidencial, pero los ‘poderes fácticos’ se decantaron por cerrar el grifo de la amplia participación y sacaron de la jugada a Thelma Cabrera, que desde el ‘anómalo’ partido político llamado Movimiento para la Liberación de los Pueblos (MLP) había ganado ascendencia entre el electorado nacional. ¿Podía ganar? Difícil saberlo ahora, pero seguro que habría creado una situación complicada al sistema político.
El MLP es un partido político, pero su origen, es decir, donde se ha fraguado, es desde el ámbito de las luchas sociales (siendo el Comité de Desarrollo Campesino su motor inicial), es pues, un ‘instrumento’ de estas, y no un adminículo partidario al servicio de intereses espurios. Claro, su proposición es radical para quienes quieren que nada cambie: su partido impulsa la reformulación del Estado hacia uno nuevo, plurinacional, donde tengan cabida todos los pueblos indígenas.

En Nicaragua, la deriva autoritaria está desatada y no parece haber recomposición posible, más que con la salida de Daniel Ortega y su cohorte.

El caso salvadoreño es una suerte de Frankenstein político, porque está hecho de varios pedazos disímiles. Y su ‘éxito’, como modelo, reside en la incapacidad de sus adversarios por descifrarlo y por deshacerse de sus propios lastres, y también en el diseño comunicacional efectivo que desde la gestión gubernamental se impulsa. Centroamérica, así, no va ni a la esquina.