Eugenio Chicas compareció el jueves pasado a esa comisión legislativa que dice estar “investigando” los sobresueldos entregados en los gobiernos anteriores. Otra vez, el invitado mostró mayor altura que sus interlocutores oficialistas y, también por enésima ocasión, los que quedaron mal ante cualquier espectador objetivo fueron los inquisidores y no su víctima. Quiero, sin embargo, llamar la atención sobre algo muy revelador que ocurrió durante ese interrogatorio.

El asunto tiene relación con la amenaza de aplicar el delito de “desacato” con que el presidente de la Comisión quiso amedrentar a Chicas. Según nuestro Código Penal (Art. 339), el desacato se refiere a “la ofensa de hecho o de palabra” contra “el honor o decoro” de un funcionario público en el ejercicio de sus funciones, incluido si “lo amenazare en su presencia o en escrito que le dirigiere”. En ninguno de estos sentidos el delito de desacato procedía contra el compareciente, ni por el fondo ni por la forma en que estaba respondiendo a los señores diputados, quienes, como es usual en ellos, sí se estaban excediendo al cargar sus preguntas con vituperios y acusaciones.

Pero lo interesante es que el exsecretario no se amilanó. Ante la amenaza de ser llevado preso en ese mismo momento, tuvo el coraje de decirle al presidente de la comisión que procediera como quisiera. El desafío era firme. Si el oficialismo se atrevía a cumplir la advertencia, lo único que le quedaba era suspender la sesión y remitir a Chicas a una bartolina. Punto. ¿A quién le faltó el valor para aplicar la amenaza? Al que la había proferido, obviamente.

Esta parte del interrogatorio ilustra muy bien la coyuntura política que estamos viviendo. Los que somos críticos al gobierno hemos estado denunciando desde hace rato que en el país existe una latente persecución contra nosotros. La administración del presidente “más cool del mundo” lo niega. Pero Jorge Castro, ante la entereza de Chicas, se colocó a sí mismo justo en la frontera, y, al percatarse de la delgadez de esa línea, no se atrevió a cruzarla. ¿Por qué? Porque midió los costos a tiempo. ¿Qué hubiera pasado si aquello terminaba con Eugenio esposado por “desacato” y llevado a prisión?

Castro quiso luego enmendar su error afirmando que el invitado había “cambiado de actitud” luego de amenazarlo con el desacato. Creo, sinceramente, que fue al revés. Pero ojo: la amenaza fue proferida y la cuerda estuvo a punto de romperse. Diciéndolo de otro modo, en realidad es mínimo, poquito, casi nada, lo que nos separa de ver en El Salvador escenas de represión como las que estamos viendo en Nicaragua. Es solo cuestión de tiempo.

Jorge Castro recordó, habiendo ya salido Chicas, el objetivo final de la comisión que preside: ordenar a la fiscalía oficialista que persiga a quienes ellos previamente han sentenciado a ser perseguidos. Fue el mismo diputado Castro, por cierto, quien aseguró a este servidor, cuando también estuve sentado allí, que en la fiscalía un “perito calígrafo” (sic) había comparado mis firmas en los documentos de recepción de supuestos sobresueldos, información que jamás entendí cómo él podía tener y además se atrevía a revelar públicamente, pues se trataba de un proceso de investigación fiscal del que ni siquiera yo mismo he sido, hasta este día, enterado. ¡Por Dios! ¿Es posible ser más burdo?

En resumen, me parece que Eugenio Chicas salió airoso de una invitación que los diputados cian, francamente, no debieron jamás hacerle.