Tenemos un invierno bastante copioso con tormentas cortas, pero acompañadas de vientos huracanados y con fuertes precipitaciones que en minutos provocan desbordamientos, anegaciones, derrumbes, hundimientos y caídas de árboles. Seguramente esta situación se debe a las consecuencias del cambio climático, más otros factores que los expertos en meteorología sabrán explicar. Lo cierto es que sobre el suelo salvadoreño ha llovido en exceso y de manera sorpresiva. A veces el cielo está despejado y en cuestión de minutos se oscurece y con truenos o sin truenos comienza a llover de manera desenfrenada. Las correntadas que se forman arrasan con muros de contención, viviendas, vehículos, vegetación, taludes, árboles y cualquier estructura que se encuentre en sitio de riesgo.

Con este tipo de inviernos ya no se tiene certeza de cuando comienzan y cuando terminan porque a veces en pleno verano llueve. Así venimos viviendo desde hace décadas. Hace unos 30 años teníamos la certeza que octubre era el mes de los vientos, que diciembre y enero eran los meses más fríos, que marzo y abril eran calurosos, que de mayo a septiembre con seguridad tendríamos lluvias. Hoy, ya no sabemos nada de las condiciones del tiempo, hay que esperar el día a día para medianamente acertar sobre las condiciones del tiempo. Los meteorólogos se han vuelto poco confiables. La humanidad entera tiene que acostumbrarse a las consecuencias del cambio climático: Sequías prolongadas, nevadas en zonas desérticas, inviernos huracanados y cualquier fenómeno climatológico inesperado que nos haga cambiar la visión y el estilo de vida. Estar preparado es el reto mayúsculo de todos. Es un reto de vida o muerte.

Precisamente estar preparados es lo que menos hacemos. Todos, algunos más que otros y muchos de manera ínfima, hemos contribuido al cambio climático. Generaciones enteras nos heredaron las condiciones para que esto ocurriera y la generación actual nos hemos acomodados esperando las desgracias de los eventos. Seguimos construyendo sin planificar, ganándole espacio a las montañas, al mar y los ríos, sin entender que tarde o temprano las consecuencias serán negativas. Hemos sobrepoblado áreas donde no hay condiciones para ello. Deforestamos sin piedad y hacemos reforestaciones simbólicas, literalmente estamos acabando con la flora y arrasando mantos acuíferos y áreas de vocación agrícola. Contaminamos el aire sin ningún remordimiento, afectamos los ríos y no medimos las consecuencias de la naturaleza.

Todos recordamos aquel fatídico deslave ocurrido recién el 3 de junio de 2020, en el kilómetro 8 de la carretera antigua a Santo Tomás, donde desgraciadamente siete personas murieron soterradas. Por necesidad algunas familias siguen viviendo en la zona, expuestos a una situación similar. La madrugada del 30 de octubre de ese mismo año, un deslave en las faldas del volcán de San Salvador arrasó con las viviendas de las comunidades Los Angelitos 1 y 2 en Nejapadejando más de una decena de muertos. La zona se sigue urbanizando obviando que hay un peligro latente por las lluvias.

Como sociedad no podemos hacer nada para evitar los daños colaterales del cambio climático. No podemos impedir que haya huracanas, temporales, ventarrones, sequías, terremotos, etc. Pero si podemos hacer acciones que nos reduzcan las posibilidades de los daños causados por desastres. Se requieres de una planificación sobre la urbanización de la nación, así como algo muy vital: Conciencia. Tener conciencia pasa desde no botar basura a la calle, muchos menos cuando vamos en carreteras, porque una simple lata de bebida gaseosa, una bolsa plástica, la hojarasca, los desechos alimenticios o cualquier basura es capaz de tapar las tuberías y cunetas, lo que a la postre significa desbordamientos o correntadas en las calles y eso es sinónimo de carros arrastrados, viviendas socavadas y hasta personas arrastradas.

La responsabilidad es de todos. A nivel de países las grandes potencias deben asumir su rol como principales generadores del deterioro ambiental, pero nosotros individual y colectivamente debemos asumir lo nuestro, porque nuestras vidas están en peligro cada vez que cae una “tormenta apocalíptica”. Las instituciones del Estado deben ser más planificadoras que reactivas. Está bien reaccionar con eficiencia, pero es mejor planificar con prevención.

La semana pasada varios autos sufrieron severos daños cuando les cayeron árboles en el inicio de la Troncal del Norte, en San Salvador. Eso, por ejemplo pudo evitarse si las instituciones previeran los peligros que representan esos árboles y proceden a talarlos en el momento adecuado. Hay taludes que pueden derrumbarse en cualquier momento por lo que se hacen necesario obras de mitigación, zonas donde son manifiestas las probabilidades de hundimientos o desbordamientos. En las grandes ciudades del país no ocurre tormenta sin daños, pero todos ya saben cual es el origen, sin embargo nada se hace. Todo se deja a la suerte de la providencia. Necesitamos instituciones que sean más preventivas que reactivas. Talar un árbol que represente peligro para la población, ya sea que esté sembrado en la vía pública o en terreno privado, no tiene que ser “tal vez”. Tiene que ser sí o sí. No permitir las urbanizaciones en áreas riesgosas debe ser la ley, castigar con severas multas a quienes lancen desechos en cualquier sitio debe ser la norma de estricto cumplimiento. Muchos de los eventos naturales desenfrenados los ha provocado la humanidad con su poca visión, pero quienes somos el tejido humano de la actualidad tenemos que al menos intentar evitar las desgracias previsibles.