Si dependiera de quienes gobernaron y gobiernan El Salvador, acá los pueblos indígenas no existirían. Y es que todos esos personajes han sido, como en muchos países de las Américas y otras partes del mundo, fuertes con los débiles y débiles con los fuertes. Lo han sido desde la invasión española al que sería nuestro territorio nacional, pasando por la época colonial y el despojo de las propiedades comunales de los pueblos que las ocupaban originariamente, hasta que los poderes domésticos introdujeron el cultivo del café. También cuando se consumó el monumento criminal a su ultraje: la matanza de 1932, sobre todo en el occidente patrio, con el agravante de las numerosas personas cuyos restos humanos continúan desaparecidos. El sistema de justicia de la época no se conmovió y menos se movió en favor de las víctimas; no investigó los terribles sucesos ni castigó a sus responsables, sino que los amnistió.

Entre quienes sobrevivieron, buena cantidad debió buscar y utilizar el “refugio” de la mimetización o la huida al exterior, sobre todo hacia Guatemala y Honduras; por el justificado horror vivido y quizás hasta el miedo insuperable padecido, fue mucha la gente que se soltó el refajo y lo escondió; también la que se vio forzada a renunciar a su nombre y su apellido para ladinizarlos. “No somos como el garrobo, que le sale una cola cuando se la cortan; la vida se nos va para siempre y entonces nosotros tenemos que aprender a vivir”, dijo Ramón Esquina en el 2005 a sus 92 años de edad.

“Yo regresaba de Guatemala ‒-le contó Cristina Ramírez, de 93, a Lauri García Dueñas- cuando todo pasó y mis amigas me decían que no usara el refajo porque me iban a matar; hasta una de ellas se ofreció a acompañarme a comprar un vestido, yo le dije que iba a ir yo sola a comprarlo, pero en mi mente me decía a mí misma que yo no le debía nada a nadie”. Así, además de la barbarie sangrienta ocurrida hace más de nueve décadas, se consolidó el genocidio cultural que lamentable y cuestionablemente sigue vigente con -parafraseando al historiador Héctor Lindo- el silencio o la politización; también con el obligado vivir en simulación u ocultación.

Superada la guerra y sin que fueran mencionados en los acuerdos mediante los cuales se alcanzó ese logro, estos pueblos vieron la posibilidad de salir de la oscuridad y el escarnio en que habían permanecido sumidos durante siglos. Quizá hoy son un poco más visibles, pero no por la voluntad estatal sino por sus propios esfuerzos. No obstante, permanecen en una situación de total desventaja económica, social y de justicia que no es asumida por las autoridades gubernamentales; las posibilidades de superarla desde el oficialismo son pocas o nulas.

Durante la administración de Antonio Saca, se llegó al colmo de “informarle” al Comité para la eliminación de la discriminación racial de las Naciones Unidas que en El Salvador no existía dicha práctica, porque no habían “grupos raciales diversos en su territorio”; por eso, no era necesario “tomar medidas especiales y concretas, en las esferas social, económica y cultural para combatir los efectos de tal discriminación”. Desde esa “lógica” negacionista, si no existe el problema no hay que enfrentarlo.

En tan difícil escenario ahora se está denunciando el golpe bajo que el Ministerio de Educación “bukelista” le ha propinado a la Cuna Náhuat, único y probadamente exitoso programa que en el país ha revitalizado ‒desde el 2010‒ este idioma en peligro de extinción. Ello ha ocurrido en contraposición con el texto del artículo 13 de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas, aprobada el 13 de septiembre del 2007.

En este se reconoce el derecho de los mismos “a revitalizar, utilizar, fomentar y transmitir a las generaciones futuras sus historias, idiomas, tradiciones orales, filosofías, sistemas de escritura y literaturas, y a atribuir nombres a sus comunidades, lugares y personas, así como a mantenerlos”. Además, contradice el texto de los artículos 62 y 63 constitucionales.

Pero, ¿qué se puede esperar de un Gobierno cuya máxima figura, a quien sus subordinados le obedecen ciegamente, piensa y se comunica en inglés por las redes sociales; que presume haber construido, dicen, la cárcel más grande del mundo y no excelentes universidades; que ataca académicos propagando imprudentes vaguedades; que dilapidar nuestros impuestos en un insustancial concurso de belleza, es parte de sus “genialidades”; que trastoca la historia nacional para reescribirla, imponiendo mediáticamente sus “verdades”? Pues la continuación y profundización del histórico genocidio cultural en el país. Nada más.