Tan terrible era la situación del país en la década de 1990, que se necesitó elaborar una especie de declaración nacional de derechos humanos durante las negociaciones para terminar la guerra entre el Gobierno de la época y las fuerzas rebeldes. No se trataba solamente de esto último, sino también de superar algunas de sus causas; entre estas se encontraba, precisamente, la vulneración de dichos postulados que tienen en su centro la dignidad de las personas y los pueblos. Así, el 26 de julio de 1990 se firmó el Acuerdo de San José en cuyos apartados se incluía el respeto y la garantía de los mismos; también la verificación internacional encargada de observar su cumplimiento.

En esta ocasión, interesa traer a cuenta dos de sus componentes: el de la libertad y la integridad personal junto al de la libertad de expresión y de prensa, el derecho de respuesta y el ejercicio del periodismo. Pensando en estos abordaré un par de hechos cercanos ocurridos en un escenario dentro del cual se desmorona, aceleradamente, lo poco de democracia que habíamos comenzado a edificar como sociedad tras el conflicto bélico. El primero tiene que ver con la orden de captura contra Rubén Zamora, un demócrata de toda la vida; el segundo, con la inclusión de dos comisionados del Instituto de Acceso a la Información Pública en la estadounidense Lista Engel.

Zamora y otros han sido acusados por encubrimiento personal dentro del proceso judicial en el caso de El Mozote y otros sitios aledaños ubicados en el departamento de Morazán. Ciertamente en la sentencia de este caso dictada por la Corte Interamericana de Derechos Huma el 25 de octubre del 2012, se dispuso que el Estado debía –en un plazo razonable– investigar “la conducta de los funcionarios que obstaculizaron la investigación y permitieron que permaneciera en impunidad y, luego de un debido proceso, aplicar, si es el caso, las sanciones administrativas, disciplinarias o penales correspondientes a quienes fueron encontrados responsables”.

Desde mi perspectiva, a quienes deben investigar y procesar es a las y los fiscales, jueces y magistrados que en su momento aplicaron la amnistía total, absoluta e incondicional aprobada el 20 de marzo de 1993 y rechazaron los alegatos válidos de las víctimas ‒fundados en el derecho internacional de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario‒ en su pretensión por hacer valer sus derechos a la verdad y la justicia. Más bien optaron por proteger criminales, entre estos los autores mediatos e imprescindibles de la matanza ocurrida en aquellos lugares hace 42 años. Yo comprobé eso en el litigio de otro crimen contra la humanidad: el de la masacre en la universidad jesuita perpetrada el 16 de noviembre de 1989.

Quienes aprobaron esa amnistía no deben ser investigados y procesados, pese a ser responsables del fortalecimiento de la impunidad iniciando la posguerra. ¿Por qué? Porque, tal como reza el artículo 125 constitucional, siendo diputados y diputadas “no tendrán responsabilidad en tiempo alguno por las opiniones o votos que emitan”. Y mucho menos Rubén. En ese entonces era vicepresidente de la Asamblea Legislativa, sí, pero ni siquiera firmó el decreto que permitió que semejante aberración ‒contra la que luché más de 23 años hasta lograr su inconstitucionalidad‒ premiara a los victimarios y castigara a sus víctimas; es más, expresó abierta y públicamente su oposición a esta y la definió como una “maniobra más para ocultar el informe de la Comisión de la verdad”. Por eso Convergencia Democrática, su partido, no la apoyó. ¡Y ahora salen con esto!

Es obvio que Nayib Bukele está “haciendo historia”. Además de controlar todo el aparato estatal, a través del sistema de justicia está persiguiendo opositores para facilitarse aún más el logro de su retorcido objetivo –la reelección inconstitucional– persiguiendo y atemorizando a quienes se oponen o pensaban oponerse con toda razón a ese despropósito.

En cuanto a la incorporación de tres miembros del Instituto de Acceso a la Información Pública en la mencionada Lista Engel –resumidero de actores corruptos y antidemocráticos en países centroamericanos– cabe decir que ello es muestra de la regresión de la institucionalidad nacional que afecta la libertad de expresión y de prensa, el derecho de respuesta y el ejercicio del periodismo. Tanto su presidente, Ricardo Gómez, como Gerardo Guerrero y Andrés Grégori Rodríguez han sido censurados por socavar “procesos o instituciones democráticas” mediante el bloqueo deliberado e injusto del acceso a la información pública.

Ese ente creado mediante la normativa aprobada para ello en marzo del 2011, era algo de lo que podía presumir El Salvador sobre sus tímidos avances democráticos... hasta que Bukele se agenció su control. Está por terminar, pues, un año en el cual se confirma que Bukele está corriendo para hacer lo que Ortega ha hecho caminando.