El artículo 23 de la Declaración Universal de Derechos Humanos estipula que todas las personas tienen derecho al trabajo y a su libre elección, el cual deberán realizar en condiciones equitativas y satisfactorias; establece, además, protegerlas contra el desempleo y que el salario percibido sea igual al tratarse de la misma ocupación. Dicho pago será equitativo y satisfactorio para poder, con este, asegurarle una vida digna tanto a quien se lo gana mediante su esfuerzo como a su familia; de necesitarse, deberá complementarse echando mano de los medios de protección social requeridos. Igualmente, pueden crear sindicatos y organizarse en los mismos para defender sus intereses. También -según el siguiente artículo- tienen derecho a descansar, a disfrutar su tiempo libre, a que su jornada laboral sea razonable y a vacaciones periódicas remuneradas.

Ese es el “deber ser” al cual debería aspirar toda la gente. Pero la realidad en muchas partes del mundo no es tan idílica y la de nuestro país, histórica y actualmente, tiene que ver más con esto último que con lo anterior. Examinemos el “ser” nacional, para constatar esa deplorable y dolorosa verdad.

Del ámbito rural, la fuente utilizada no proporciona datos al respecto. Pero del urbano se tiene que entre la población económicamente activa son 51 personas de cada cien las que se encuentran plenamente ocupadas, 40 están subempleadas, cinco desempleadas y cuatro se desempeñan como trabajadoras del hogar. Las subempleadas son aquellas que, no obstante estar ejerciendo determinada ocupación, se les dificulta trabajar un número específico de horas semanales y tener la posibilidad de devengar –producto de su quehacer– una cantidad de dinero equivalente siquiera al salario mínimo. Así pues, en la práctica, se podría decir que el 50 % de la población económicamente activa salvadoreña trabaja en “condiciones dignas” y que la otra mitad de esta no puede presumir de ello.

Según OXFAM Intermón –organización internacional comprometida con la superación de “la pobreza, reduciendo las desigualdades sociales y económicas”-‒ hablar de un trabajo digno requiere que se conjuguen los siguientes componentes: salario honesto, protección de derechos, igualdad de género garantizada y protección laboral asegurada. ¿Para qué? Para que las personas y sus familias puedan vivir “en condiciones decentes, cubriendo sus necesidades básicas como alimentación o sanidad”.

Con base en lo anterior, observemos el panorama nacional y consideremos -para su brevísimo examen- únicamente el primero de dichos factores: el del salario justo para la población económicamente activa ocupada; es decir, aquella que trabaja y recibe un jornal, la que percibe alguna ganancia o quienes sin salario ni otro tipo de rédito laboran en su entorno familiar. Porque también está la desocupada: aquella que no tiene trabajo pero lo está buscando activa y, con seguridad, desesperadamente.

Veamos entonces los extremos de las remuneraciones mensuales según la ocupación de las personas. Están las que no tienen conocimientos específicos sobre determinada materia para desarrollar tareas de un alto grado de dificultad, conocidas como “no calificadas”. De estas, el promedio para un hombre es de 270 dólares; si se trata de una mujer, no pasa de los 215. En la otra punta están las que laboran en los órganos Ejecutivo y Legislativo o tienen un cargo de dirección en la administración pública: el de un hombre es de 902 y el de una mujer de 845.

Debe considerarse que el costo de la canasta básica alimentaria de una familia urbana, en marzo del año en curso fue de 250 dólares. ¿Cómo hará, ¡por Dios bendito!, una madre trabajadora “no calificada” para mantenerse junto con sus hijos e hijas, echando mano de esos pírricos 215 dólares mensuales? Mientras tanto, hay sueldos dentro del sector gubernamental que superan los diez mil. Aparte de este último dato, el resto de la información ofrecida no es producto de alguna fuente opositora al oficialismo. ¡Para nada! La misma fue extraída de la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples 2022, elaborada por la Oficina Nacional de Estadística y Censos del Banco Central de Reserva de El Salvador.

“Para la mayor parte de la humanidad –y los derechos humanos deben serlo de la humanidad entera o dejan de ser humanos realmente– no se dan las condiciones reales para poder seguir viviendo biológicamente –hambre y falta de trabajo– y se dan, en cambio, cuotas altísimas de represión para el sostenimiento del orden establecido”. Eso denunciaba Ignacio Ellacuría: hambre y sangre. Lo primero, ya está ocurriendo en el país; lo segundo, ¿será lo que les espera a sus mayorías populares al consumarse la inconstitucional reelección presidencial? Por ello, ahora, es más urgente que nunca la organización de la clase trabajadora.