Un jueves 3 de mayo de 1945, justo un día después que terminara la última gran batalla de la Segunda Guerra Mundial en Berlín, Alemania, nació en el cantón Nance Verde de Guazapa, San Salvador, una niña de piel blanca y cabellos rubios. Fue una niña linda, primorosa y hermosa a la que sus padres decidieron bautizarla como Elena.

Ni había cumplido los dos años cuando sus padres, buscando mejores oportunidades decidieron ir a vivir a Olocuilta, entonces un apacible pueblo del departamento de La Paz. A bordo de una o dos carretas haladas por bueyes trasladaron sus pertenencias al barrio El Calvario, donde aquella niña y sus ocho hermanos vivieron felices su niñez y adolescencia.

Ahí Elena destacó como una estudiante muy bonita e inteligente que se desempeñaba como una buena basquetbolista colegial. El destino quiso que a sus 15 años ella y su familia se fueran a vivir a una vivienda contiguo a la de Julio Antonio, el hijo del alcalde del pueblo y entonces el joven más guapo de Olocuilta que tenía novias a montón. Sin embargo, no pudo con la belleza de aquella “chelita” de cabello castaño y se enamoró perdidamente a tal punto que dejó su repertorio de novias para intentar conquistar a aquella adolescente.

Elena, centrada en sus estudios lo evadía y ni los más inspiradores piropos la hacían ceder. Además sus padres no le permitían noviazgos. No obstante cupido y los designios divinos hicieron lo suyo y cuando Julio Antonio, un bohemio rechazado salía a sus andanzas, aquella jovencita suspiraba con melancolía si no lo veía más de un día. Incluso, si decirle a nadie abrió un boquete en la pared solo para verlo salir y regresar. Más no sabía que aquel boquete también era utilizado por Julio Antonio para espiarla y suspirar.

Y los días se llegan. Un fin de semana Julio Antonio le mandó un recado escrito en el cual se le declaraba con palabras embelesadas y sublimes que ni el mismo entendía, pero que como buen lector las había leído en un libro de poemas. Elena, tan enamorada de él, quizá desde el primer día que lo vio, sonrió y le mandó a decir que sí. La “chelita” y el “morenazo” comenzaron un noviazgo para la eternidad.

Ella 17 años y el 28, contrajeron nupcias y producto de aquel amor nacimos siete hermanos, en su orden: Estela, Azucena (QEPD), Yo, Yanira (QEPD), Julio, Arturo y Flor. Mi madre también adoptó como su propia hija a Deysi, hija de mi padre, producto de una relación anterior.

Mi mamá era una amalgama de buenos sentimientos. Bonita, bondadosa y sobre todo muy humana. Le gustaba ayudarle a la gente necesitada. En una ocasión le regaló una cosecha de frutas a una señora pobrísima y cuando dicha mujer pasó vendiendo frutas, le compró a pesar que teníamos la casa llena de frutas. Nos mandaba donde los ancianitos y la gente más pobre a regalarles comida.

Fue ella la que me enseñó a leer, la que alguna vez lloró en silencio cuando los tiempos fueron malos y la escasez llegaba a nuestro hogar. Ella fue el soporte de mi padre para criarnos a todos sin que nos hiciera falta lo esencial. Mi padre, tan responsable como siempre, se iba a trabajar y aquella pacotilla ni niños y niñas quedábamos bajo la responsabilidad de mi madre.

En mi adolescencia me dio los mejores consejos y me apoyó en mis proyectos. Fue rígida cuando había que serlo. A mí siempre me gustó jugar a las cartas y más de alguna vez me castigó por ello, también solía castigarme cuando recibía quejas sobre mi mala conducta en la escuela o cuando siendo el mayor de los varones peleaba con los menores.

Apenas tenía 43 años, cuando le detectaron cáncer. Fue una noticia horrible para mi padre y para sus hijos que lloramos desconsoladamente. Ella, para hacer menor la angustia y el dolor de sus seres queridos, supo asimilar y dejó todo en manos de Dios. Se mostraba fuerte y calmada. Trataba de disimular sus dolores porque su amor hacia nosotros era muchísimo más fuerte y no quería que la viéramos sufrir.

Cuando estaba a punto de graduarme de la universidad ella no iba a poder asistir porque había sido internada para un tratamiento de quimioterapia. Mi idea era irme de la graduación al hospital. Sin embargo, ella convenció al médico para que le permitiera aquel viernes asistir al acto. Y ahí estuvo, para abrazarme, besarme y llorar conmigo y mi padre, feliz por un triunfo mío que en realidad era de ellos.

Cuando a mis 24 años le anuncié que había decidido casarme, me abrazó y lloramos. Me deseó toda la felicidad del mundo, me dio muchos consejos y me bendijo. Un 31 de octubre de 1991 nació Jaimito, mi primer hijo, y yo del hospital me fui a Olocuilta para llorar de alegría en sus brazos. Por alguna razón le pedí perdón y le prometí que a mis hijos los iba a amar como ella nos amaba a sus hijos.

Seis años después que le detectaron el cáncer, la metástasis hizo de las suyas y mi mamá desmejoró notablemente en su salud. Una noche me avisaron ​que mi madre agonizaba y salí de inmediato hacia Olocuilta. Mi papá y todos sus hijos la rodeamos en su lecho y abrazados lloramos y oramos. Le pedimos perdón y ella con su inmensa bondad me tomó de las manos y me dijo: “Yo siempre los he perdonado hijos, ustedes son lo más bello que Dios me ha dado”. Nos hizo prometer que siempre íbamos a querernos y a esta unidos como hermanos y que entre todos íbamos a cuidar a nuestro padre. Aquella noche mi madre sobrevivió y la tuvimos varios días hospitalizada.

La noche del 15 de noviembre de 1994, mi madre agonizaba, esta vez los médicos habían hablado con nosotros para decirnos que ya era definitivo. Mi madre en su lecho rodeada de sus hermanos, sus padres, mi padre y sus hijos partió al cielo la madrugada del 16 de noviembre cuando apenas era una joven de 49 años. Murió en los brazos de mi hermana Flor. Me sentí el hombre más desgraciado, pero a la vez estaba consciente que mi madrecita linda había dejado de sufrir y ya recorría los aposentos celestiales. Hoy es mi ángel que a sus hijos, nietos y bisnietos nos bendice desde el cielo. Mi papá partió al cielo el 13 de diciembre de 2006, y no me cabe la menor duda que juntos están gozando de la presencia de Dios acompañados de mis hermanas Yanira y Azucena.

Madre, me haces mucha falta, te necesio y te extraño todos los días. Si pudiera pedir un deseo, sería volver a ser niño y abrazarte, besarte y dormirme en tu regazo, así como tener la dicha de que estuvieras ancianita entre nosotros. Te amo mamá.